MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:
-Introibo ad altare Dei.
Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:
-¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!
El Ulises se convirtió pronto en uno de los grandes clásicos del siglo XX pero también en uno de los textos que ha provocado más deserciones en su lectura, a pesar de lo divertida que resulta, a veces hasta hilarante, se lo puedo asegurar. La novela, a lo largo de sus casi mil páginas, describe una sola jornada en la vida de tres singulares personajes: el modesto agente publicitario Leopold Bloom, el joven poeta Stephen Dedalus y la infiel esposa del primero, Molly Bloom, discurriendo por las calles de Dublín.
En un texto como éste que consta de unas 260.000 palabras habría multitud de aspectos reseñables, pero como la memoria es selectiva, incluso paradójica, mi recuerdo más vívido se centró en una sola palabra. Durante años, gracias al Ulises, me consideré ufano conocedor del vocablo más largo de la historia de la literatura: en la página 123 de la edición de Bruguera de 1980 se puede leer que Arrio pasó “guerreando toda la vida contra la contransmagnificandijudibangtancialidad”. Lo han oído ustedes bien:
¡¡¡CONTRANSMAGNIFICANDIJUDIBANGTANCIALIDAD!!!
Este término descubierto en el Ulises era, sin duda, el más largo e intrincado que había leído nunca. Y además se convirtió en un verdadero misterio que intenté resolver durante meses y casi llegó a obsesionarme a mis impresionables veinte años de entonces. Qué puñetas podía significar semejante descomunal palabro? CONTRANSMAGNIFICANDIJUDIBANGTANCIALIDAD. Copié estas catorces sílabas en un papel y lo clavé en una de las paredes de mi cuarto para tenerlas bien a la vista. Investigué en diccionarios, todo tipo de enciclopedias, incluso libros sobre historia de la herejía, pero todo fue en vano. Mi madre acabó por hartarse de aquel papelucho, que amarilleaba por momentos, y lo tiró a la basura. Yo dejé de lado el tema y solo hace un par de años a través de Internet pude descubrir que toda la palabra era una invención del propio Joyce, un neologismo construido acumulando prefijos, con el que ironizaba acerca de diversos temas religiosos (la consustancialidad, la transustancialidad, el hecho de ser judío, etc, etc)..
Esta es una de las características más destacables de este texto y de la obra de Joyce, en general, su riqueza verbal, su original e incansable juego con el lenguaje. Y la otra, como dije antes, es el humor. Hay pocas novelas más desenfadadas y juguetonas que el Ulises. Si no lo creen prueben a leerse, por ejemplo, el capítulo 12, repleto de parodias, entre ellas destaca la que relata en un tono inflado y caricaturesco la subida al cadalso de un heroico nacionalista irlandés. Y como no, ese capítulo final, el 18, que se conoce popularmente como la confesión de Molly Bloom, de una sensualidad gozosa y desvergonzada, capaz casi de inspirarnos esas lecturas con una sola mano que caracterizan a la buena literatura erótica. Y si éstas no les parecen razones suficientes para atreverse con el Ulises no desesperen, dentro de algunas semanas les hablaremos de otro gran clásico que quizá sea de su agrado…
Javier Aspiazu
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