A lo largo de la historia, y hay cosas que no cambian nunca, la mayoría de los escritores ha tenido que trabajar para mantenerse. Ya se sabe que no solo de pan vive el hombre, pero bueno, de pan también. “A comienzos del siglo XX, antes de que el Estado mecenas comenzara a ofrecer a los intelectuales variadas prebendas, los trabajos podían ser de lo más extravagantes y, a veces, rozaban lo extremo; pero casi todos, poetas y narradores coincidían en quejarse de que la escritura era la tarea más agotadora de todas”.
Comprobamos también, y puede resultar paradójico, que a muchos escritores nos les gustaban los trabajos sedentarios. Marcel Proust, por ejemplo, no aguantó ni un día en la Biblioteca Mazarin. Otros, como Bohumil Hrabal, preferían los más distantes y mecánicos. El incendiario Charles Bukowski trabajó como cartero y de forma muy disciplinada durante catorce años. Y Eliot renunció a enseñar en Harvard para trabajar en la banca. “Se divertía un montón –escribe Galateria– manejando los números; el trabajo le dejaba tiempo para sus tareas y sus amigos. Cuando un editor descubrió que el mejor poeta americano era además un buen contable, creyó que aquello era un sueño, y le confió su empresa”.
Del mismo modo, se recogen casos de escritores que al creer que la literatura los alejaba de los hombres, utilizaban sus trabajos para acercarse a la gente común. Algunos fueron incluso más allá: Orwel decidió desistir de sus privilegios y pasar las noches con vagabundos para conocer la vida de los marginados.
Lo cierto y en resumen es que los amenos y muy bien escritos capítulos que conforman Trabajos forzados funcionan como breves biografías, como auténticas y muy elocuentes “vidas laborales” que ofrecen una nueva forma de acercarse al autor y a su obra.
Txani Rodríguez
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