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El Tocho. Las ilusiones perdidas de Balzac

En la época en que esta historia comienza, la prensa de Stanhope y sus rodillos distribuidores de tinta no funcionaban aún en las pequeñas imprentas de provincias. A pesar de la especialidad que le pone en contacto con la tipografía parisiense, Angulema utilizaba siempre prensas de madera, de las que se ha conservado la expresión “hacer gemir las prensas” que hoy ya no tiene razón de ser. La antigua imprenta utilizaba aún los tampones de cuero, recubiertos de tinta con el que uno de los prensistas frotaba los moldes. La plataforma móvil en donde se coloca la forma, sobre la que se aplica la hoja de papel, era aun de piedra con lo que justifica su nombre de mármol. Las devoradoras prensas mecánicas han hecho hoy olvidar tan bien este mecanismo…, que es necesario mencionar el viejo utillaje por el que Jerome Nicolas Sechard sentía un afecto supersticioso, ya que desempeña un papel en esta pequeña gran historia”.

Con este tono documental, tan característico del autor, comienza Las ilusiones perdidas, la novela más extensa de Honoré de Balzac, cuyas tres partes se publicaron entre 1837 y 1843. El maestro del realismo literario quiso ajustar cuentas con su juventud y para ello se valió de dos figuras masculinas contrapuestas: la del impresor David Sechard, laborioso, modesto, tenaz; y la del poeta Lucien de Rubempré, ambicioso, débil y voluble. Ambos reúnen facetas del Balzac veinteañero, que intentó como ellos triunfar en los negocios editoriales y en la literatura, sin conseguirlo. Pero será el segundo de los citados, a quien dedica la parte más voluminosa de la novela, el que se torne verdaderamente memorable. Junto a Julian Sorel, el protagonista de El rojo y el negro de Stendhal, Lucien de Rubempré es el personaje que mejor encarna el clásico tema decimonónico del arribismo, la lucha por ascender en la escala social. Enmarcada, en este caso, en el mundo de la literatura y el periodismo. Impulsado por sus ambiciones, el joven Lucien Chardon parte a París donde, una vez cambiado su apellido por el materno de Rubempré, sobrevivirá ejerciendo la crítica teatral, pero tras sucesivos fracasos como escritor, ante un mundo editorial hermético y corrupto, ha de renunciar a sus ilusiones y volver a Angulema. Es entonces cuando Balzac pone en escena a otra de sus grandes figuras literarias: el clérigo toledano Carlos Herrera, personaje misterioso, especialista en mover influencias desde la sombra, que se encargará, por razones nunca esclarecidas, de favorecer hasta el fin la suerte de Lucien.

Suerte que continuaremos conociendo en una segunda novela dedicada a este personaje, Esplendores y Miserias de las Cortesanas, que fue apareciendo por entregas entre 1843 y 1847. En esta obra  Balzac, quizá algo envidioso del sonado éxito de Eugenio Sue con sus Misterios de Paris, acentúa el dramatismo y los contrastes haciendo oscilar a Rubempré, sin medias tintas, entre la aristocracia de Saint Germain y el hampa de los bajos fondos. Su benefactor, el supuesto clérigo Carlos Herrera resulta ser, en realidad, el expresidiario Vautrin, individuo sin escrúpulos capaz de manejar situaciones y personas a su antojo, llegando incluso hasta el crimen. Todo para conseguir emparentar a Lucien, perdidas ya sus ambiciones literarias, con una fortuna aristocrática. La intriga alcanza su punto culminante con el final trágico del protagonista, instante especialmente dramático e inolvidable para todos los lectores de la obra.

Oscar Wilde llegó a decir que la muerte de Lucien de Rubempré había sido el gran drama de su vida. Éste es un buen ejemplo de la popularidad que alcanzaron estas dos fascinantes novelas, escritas con el entusiasmo y el vigor que puso en toda su obra Honoré de Balzac.

Javier Aspiazu

Kike Martin

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Kike Martin
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