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El tocho. La familia Golovliov, de Saltikov-Schedrín

Nosotros los rusos no tenemos sistemas educativos fuertemente comprometidos -como los franceses-. No nos amaestran, no hacen de nosotros futuros luchadores ni propagandistas de tales o cuales sistemas sociales, sino que simplemente nos dejan crecer como crecen las ortigas junto a la cerca. Por eso hay entre nosotros pocos hipócritas y sí muchos mentirosos, santurrones y charlatanes…  Existimos en completa libertad, es decir, vegetamos, mentimos y charlataneamos a nuestro gusto, sin principios de ninguna clase.

No me corresponde juzgar si en este caso hay que alegrarse o dar el pésame. Pienso, sin embargo, que si bien la hipocresía puede infundir indignación y terror, la mentira gratuita es capaz de despertar enojo y asco. Por ello, lo mejor es esto:… guardarse de los hipócritas y los mentirosos”.

Este es un párrafo de La familia Golovliov de Alexander Saltikov-Schedrín, uno de los grandes satíricos rusos del siglo XIX, elogiado en su época por Chejov, y casi olvidado en la nuestra. Y eso, a pesar de clásicos como esta novela publicada en 1874, La familia Golovliov, que contribuye como pocas a conocer las razones del secular atraso de la sociedad rusa. Entre ellas está alguna de las expuestas en el párrafo del comienzo: esa tendencia ancestral de la aristocracia rusa a la vida vegetativa,  a la ociosidad extrema. Rasgo este último tratado ya por otros grandes escritores, como Goncharov, aunque de una forma más amable.

Schedrín, por el contrario, hace una crónica feroz de la decadencia progresiva de la familia de terratenientes del título, a lo largo de tres generaciones. El abuelo muestra ya la incapacidad, pereza y tendencia a la embriaguez que caracteriza a la familia, pero su mujer, la abuela Arina Petrovna se hace cargo de las riendas de la administración. Con su firmeza y tacañería extremas, consigue agrandar las posesiones familiares, llegando a poseer 4000 siervos, para quienes la abolición de la esclavitud en 1861 no supone ningún cambio sustancial.

De los hijos varones, será el zalamero y beato Porfiri, a quien sus hermanos llaman “Judas” o el “Sanguijuela”, quien conseguirá, de forma sibilina, hacerse con las herencias de sus hermanos y de su madre. Pero a costa de sufrir el desprecio de estos, y hasta de sus siervos, porque el discurso  santurrón y enredoso de Porfiri es solo una fachada hueca para ocultar una despiadada ausencia de sentimientos. La única pasión que domina su vida es la avaricia, hasta el punto de negarse a ayudar a sus hijos cuando, en graves apuros económicos, se ven abocados al suicidio o a una muerte deshonrosa. Por último, tampoco las nietas de Arina Petrovna, que han intentado ganarse la vida como actrices en lugar de ser unas ociosas hacendadas, consiguen escapar a la maldición familiar, cayendo, por su falta de talento, en el alcoholismo y la prostitución.

Como ven, Schedrín ofrece un panorama tétrico de la vida rural rusa y consigue crear con Porfiri, el “Sanguijuela”, un logrado arquetipo de la codicia más mojigata, un personaje tan odioso y repulsivo que llega a resultar fascinante. Decirles, para finalizar, que disponen de una nueva traducción de esta estremecedora novela en esa excelente editorial, Nevski Projects, dedicada exclusivamente a recuperar clásicos rusos, como La familia Golovliov de Alexander Saltikov-Schedrín.

Javier Aspiazu

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Tags: el tocho

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