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Irati Elorrieta y los crudos inviernos de nuestro descontento

A ver cómo me explico: hay quien escribe haciendo malabares con una o dos bolas y hay quien sostiene en el aire muchas más. Irati Elorrieta pertenece al segundo grupo, como demuestra en Neguko argiak, una novela que nos habla del presente y del pasado de varios personajes, que mantiene el latido de una ciudad, Berlín (aunque la historia también se desarrolla en París y Uribe Kosta), que se interna en lo cotidiano, en el realismo puro, pero que también se adentra en los terrenos nebulosos de lo que pudo ser y no ser.

Como reivindica y demuestra Alice Munro cualquier vida puede ser interesante, cualquier entorno. “La vida de la gente, en Jubilee como en todas partes, era aburrida, simple, asombrosa e insondable“, escribe la canadiense en su relato El fotógrafo. Esa tesis también es la que Irati Elorrieta, que nació en Bilbao en 1979, pone de manifiesto en Neguko argiak; es algo que se nota incluso en los títulos de algunos capítulos como Xuanek Añesi lagundu dio apal batzuk jartzen, es decir, que un hecho tan simple como poner unas baldas puede ser elevado a literatura.  La novela, que mereció el Premio Euskadi el pasado año, nos narra las vidas de Añes y Marta, pero también de un ramillete de secundarios. Añes, una chica de la zona de Sopela, vive en París con su novio, pero cuando su amiga Marta deja la capital francesa para instalarse con su pareja Martín, de quien espera un hijo, en Berlín, Añes rompe con su novio y se instala también en Alemania. Ahí arranca la novela, cuando las dos mujeres están adecentando el pequeño piso en el que vivirá Añes. Encuentran entonces una carta en la pared de una mujer que regresa a Polonia cuando nadie quería quedarse en Polonia, en la época de la Guerra Fría. La carta parece que no va a tener mayor recorrido, pero tiene algo más del esperado. Ya en esos primeros compases también Añes deja caer que no fue directamente de París a Berlín, sino que se detuvo en Bruselas para estar con un viejo amor, una revelación que tiene su peso en el argumento.

Hiri ezagun batera heltzean, bizitza orduan hastera doala pentsa daiteke. Urrun geratu zaio Pariseko hasiera, eta Añesek ez daki gogorik baduen dena berriro egiteko”, leemos. Y sin embargo, sí tendrá que seguir adelante y hacerse a ese Berlín de extrarradio en el que vive: cercano a un nudo ferroviario, con puentes y pasarelas para salvar las vías; un barrio de bloques desarrollistas, en  una calle en la que apenas hay comercios, cerca de un parque y un descampado, de huertos arrancados a la ciudad, de bunkers llenos de ratas. La vida en la ciudad es hostil. Llama la atención lo mal que comen: Añes lleva siempre en el bolso botes con salsas y especias para cocinar allí donde caiga; Marta, que trabaja durante todo el día en una zapatería, se encuentra la nevera vacía a menudo. Hay una escena, por cierto, en la que Marta llega de trabajar y se encuentra a su pareja cenando en la cocina que  está construida con maestría, logra que el cruce de reproches de la pareja incomode. Comida procesada, comida rápida, comida basura. Muebles de módulos, metros cuadrados demasiado prohibitivos, calefacciones de carbón, ropa reciclada, rescatada de la basura.

La profundidad de campo que maneja Elorrieta hace que nos sintamos dentro de esas casas. En la casa de Marta, en la de Añes, o en la de Xuan, un vietnamita que Añes conoce en el aeropuerto, que vive con una artista norteamericana  de visita en Berlín.

Neguko argiak transcurre a los pies del invierno, pero todo invierno pasa, con suerte también los emocionales. La novela, que tenía pendiente hace un tiempo, es muy recomendable porque traslada el frío de la soledad, de la incomunicación, de la gran ciudad, de la precariedad, el aire gélido de estos tiempos de aparentemente confortabilidad. La vida moderna, que dirían algunos, la vida, en todo caso.

Txani Rodríguez

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