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El Tocho. Melville, la ballena blanca y el capitán Ahab

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuántos exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé en darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.

Este es el célebre comienzo de Moby Dick, de Herman Melville. Una novela publicada en 1851, en cuya redacción su autor invirtió menos de un año. La escribió a la misma velocidad endiablada que el resto de sus obras, productos de apenas doce años de fertilidad asombrosa, que se interrumpieron bruscamente en 1857. A partir de entonces y hasta su muerte en 1891, Melville trabajó como granjero e inspector de aduanas, y fue asumiendo poco a poco el fracaso literario y el olvido. Solo el inesperado éxito póstumo de Billy Budd, marinero, relato publicado más de treinta años después de la muerte de Melville, propició la recuperación de toda su obra y, en especial, de Moby Dick, cuya grandeza y complejidad no fue apreciada en el momento de su publicación.

Digamos de entrada que éste no es un libro de aventuras marinas escrito en primera persona, como parece al comienzo, ni un tratado sobre la caza de la ballena, aunque ofrezca multitud de datos al respecto, sino una imponente tragedia moderna, que por su hondura y potencia dramática podría equipararse a las de los clásicos griegos o a las de Shakespeare. El capitán Ahab, obsesionado con su venganza del cetáceo que le dejara tullido, está descrito con un vigor y una profundidad psicológica magistrales que le convierten en uno de los grandes personajes literarios del siglo XIX. Junto a esta figura que encarna el destino trágico, hay todo un reparto coral formado por  marineros de las más diversas nacionalidades enrolados en el ballenero Pequod. Alguno de ellos, como el oficial Starbuck, intuye su muerte pero no puede hacer nada para evitarla: como en cualquier tragedia que se precie, la fatalidad es inexorable.

El gran duelo entre Ahab y la ballena blanca se convierte en el motivo fundamental de la novela a partir del capítulo XL y está cargado de un simbolismo que ha dado lugar a las más variadas interpretaciones. Desde las que parten del nombre del personaje principal, Ahab, que en la Biblia es un rebelde ante la autoridad divina, y por ello merecedor de castigo, hasta las más modernas, que ven en el combate del capitán contra Moby Dick uno de los símbolos literarios más logrados del empeño del hombre por el dominio total de la naturaleza, empresa que se revela imposible y suicida. De ahí que Ahab no consiga su objetivo: matar a la ballena, es decir, domeñar por completo la naturaleza salvaje, sino que sea ésta, por el contrario, la que acabe con él y se lleve consigo todo el barco a las profundidades.

Si esta lectura, muy al hilo de la crisis ecológica que vivimos, lo admito, no les convence, les animo a que encuentren otra, a que hagan su propia interpretación. Esa es la ventaja de las grandes obras de arte, como Moby Dick, que no se agotan en un solo análisis y propician el gran placer de la relectura.

Javier Aspiazu

Kike Martin

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Tags: el tocho

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