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Denis Johnson, la memoria de un tiempo

Denis Johnson nació en Munich, pero se crió en Tokio, Manila y Washington. Desde que comenzó a publicar se convirtió en un autor de culto en Estados Unidos. Algunos de sus trabajos más leídos son Árbol de humo o Hijo de Jesús. La crítica ha llegado a comparar su prosa con la de Chéjov, que es mucho decir, pero es cierto que en Sueños de trenes, su última novela, descubrimos una voz muy poderosa. En esta historia nos encontramos con Robert Grainier, un jornalero del Medio Oeste que trabaja cortando troncos en el bosque para utilizarlos luego en las nuevas infraestructuras del ferrocarril. Allí comparte días y noches con otros trabajadores a los que Johnson es capaz de describir –y hacerlos de paso inolvidables- con toques de diálogo como el siguiente: “Una vez trabajé en un pico de las afueras de Bisbee, Arizona, donde no estábamos a más de diecisiete o dieciocho kilómetros del sol. El termómetro marcaba cuarenta y siete grados, y cada grado medía dos palmos de largo. Y eso a la sombra. Y encima no había sombra.

Responsable, serio, un tipo que sabe mantenerse alejado del alcohol, conoce un día en misa a la que será su mujer y madre de su hija. Lleva una vida espartana pero plácida y feliz. Sin embargo, cuando en el verano de 1920, regrese a la zona de Idaho con cuatrocientos dólares en el bolsillo tras haber trabajado muy duro durante una temporada, la tragedia le estará esperando, agazapada en el valle donde creció, compró un pequeño trozo de tierra, levantó su cabaña, y formó su familia. Tras la fatalidad, como si el propio Grainier hubiese sido también devastado tendrá que volver a empezar, a buscar razones por las que seguir vivo. Durante un tiempo vive en un terreno arrasado por un incendio y se alimenta solo de un tipo de seta que crece en zonas quemadas y de truchas. “Al cabo de un tiempo –leemos- llegó a un lugar una perrilla de pelo rojizo. La perra se quedó con él y Grainier dejó de hablar solo porque le daba vergüenza que el animal lo viera. Se hizo con un toldo de lona y una soga en la tienda de Meadow Creek, y más tarde se compró una cabra y se la llevó a su campamento.” Eran tiempos duros, y para reinventarse no había libros de autoayuda, ni medicinas que ayudarán con su química a soportar el dolor ni nada de nada. Había que sobrevivir a pelo, y al leer este libro se obtiene la sensación de que en algunos momentos los hombres no lo tenían mucho más fácil que los animales. De hecho, algunas leyendas del valle que aluden a una mujeres-lobo y a niños-lobo, casi los emparentan. Esas leyendas, esa forma de ver el mundo, o de defenderse de él, esas historias atávicas e irracionales, tendrán peso en esta historia en la que también hay indios, kootenai, en concreto. Ellos, los kootenai son en gran medida los portadores y custodios no sé si de cierta sabiduría o de cierta superstición. Por cierto que el autor sin contar gran cosa deja clarísimo que los indios eran para los blancos ciudadanos de segunda y las indias, mujeres de tercera.

De todas formas la habilidad narrativa que Johnson despliega en esta novela breve es asombrosa. En pocas páginas cuenta mucho y lo que cuenta se fija en la memoria porque se ilumina perfectamente un lugar concreto, en un valle en concreto, en una época concreta. Lo que más me ha impresionado de esta novela es que parece -por el lenguaje que usa, por las imágenes que crea, por los personajes que presenta- que el narrador de Sueños de trenes nos habla realmente desde el corazón de un bosque del Oeste americano y desde aquellas décadas centrales del siglo XX. La historia está tan bien contada, de una forma tan precisa, tan plástica y tan vivaz que se convierte en inolvidable. Se trata de una de esas novelas que yo creo se recuerdan con nitidez durante mucho tiempo.

Txani Rodríguez

Kike Martin

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