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Luis Landero revisa su pasado con melancolía y humor

Tras el éxito de la novela Lluvia fina, el escritor Luis Landero ha querido reencontrarse con las memorias,  género que ya cultivó con El jardín de invierno y que, como digo, retoma  ahora con El huerto de Emerson.  El resultado de esta revisión es delicioso, realmente. El extremeño comparte sus lecturas, la forma desesperada en la que leía de joven, la sensación de que, tras todo lo leído, apenas queda un poso de sabiduría, una sabiduría poca concreta. El extremeño recuerda las palabras sinceras que dirigía a sus alumnos, y confiesa debilidades. Mantiene que escribir novelas no es un oficio: “Hacer novelas carece del repertorio técnico necesario propio de una profesión o de un oficio (…). ¿Qué clase de oficio es ese –pensemos en un médico o en un ebanista- que depende de la inspiración del momento?”. Así mismo, se muestra convencido en estas páginas que cualquiera que aspire a alcanzar lo mejor de sí mismo es el que prolonga de algún modo su infancia.

Pero más allá de sus vivencias relacionadas con la literatura, la literatura que en realidad empapa todo el libro, Landero recuerda momentos de su infancia y juventud en su pequeño pueblo, recuerda sus primeros amores, sus primeros poemas. Es capaz de hacernos vibrar con paginas bellísimas sobre la manera en la que se crea la noche o sobre un boliche que se monta inopinadamente en mitad de la nada, en los campos extremeños cercanos ya a la frontera de Portugal.

Mirar al pasado es siempre un poco melancólico, pero quiero destacar que en este libro también hay humor. Me he reído bastante con la manera en la que describe a cierto tipo de madrileño que, indiferente a modas, al curso mismo del tiempo, parece inmortal, y me ha parecido muy divertido también la manera en la que cuenta cómo le despidieron de su primer trabajo de una forma elegantísima o el modo en el que contrapone el carácter resolutivo de las mujeres de su infancia -hadas con alpargatas y mandil-, frente al atolondramiento de los hombres. Llega a confesar que una prima suya no creía que el fuese el autor de sus libros: “…acaso yo los tenia inventados en la cabeza, pero quien los había hecho de verdad era mi mujer como venía ocurriendo desde siempre”.

En El huerto de Emerson contemplamos el Madrid palpitante de la transición y tocamos la tierra de los campos extremeños, paseamos junto al autor, escuchamos sus dudas y nos quedamos con sus certezas, asombrados, como esos niños que nunca debimos dejar de ser.

Txani Rodríguez

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