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Gómez Bárcena o la imposibilidad de esconderse

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el protagonista de Kanada regresa a su ciudad, Budapest, y a su casa, en pie entre los escombros. Es su vecino, el Vecino, quien le abra la puerta y le devuelva la llave. Los vecinos: “Ellos están dispuestos a ayudarte. Solo quiere que sepas que hasta que rehagas tu vida nunca te faltarán un plato de sopa y un vaso de vino, porque ellos también están dispuestos a olvidar, a empezar de nuevo”, leemos. El protagonista, despojado de su familia, de su profesión e, incluso, de sus recuerdos, que poco a poco volverán a él, es un superviviente, una persona que ha pasado por un campo de concentración del que salió vivo, pero no indemne.  La profundidad de sus heridas se irá mostrando a lo largo de esta novela, escrita en segunda persona.

El protagonista, cuyo nombre desconocemos, come la comida que le lleva la vecina y se niega a salir de casa y abandonar si quiera el que fuera su despacho. Ensimismado, atenazado por un miedo vago, por una amenaza indefinida, deja pasar los días, y los años, obsesionado por imprimir algo de lustre a lo que le rodea: “Imposible limpiar un mundo que apenas eres capaz de recorrer con la mirada, y aun así lo intentas, lustras las maderas del suelo durante horas, durante todo el día, toda la noche, y la suciedad no sale. No importa cuánto frotes. Cómo te despellejes las manos”. En la casa suceden cosas, algunas personas entran y otras salen. También suceden cosas en Hungría: el final de la guerra trajo el Gobierno Popular con normas impuestas desde Rusia, y después, en 1956, la Revolución. El superviviente no se mueve de su casa, apenas interacciona con la realidad, pero los cambios le afectan, el exterior penetra en su particular refugio.

Desde el punto de vista de la forma, creo que lo más destacable es el tratamiento del tiempo. Gómez Bárcena juega con él con maestría, lo estira, lo contrae y lo retrae con asombrosa facilidad, cuando conseguir tales efectos es muy complicado. El tiempo en Kanada es un bucle, que va y viene, donde el pasado se mezcla, con el presente e incluso con el futuro. El cántabro demuestra, sin duda, una habilidad admirable. Desde el punto de vista del contenido, es ineludible hablar de la culpa y la expiación, de la posibilidad o la imposibilidad de mantener la inocencia en el infierno.

En Kanada encontramos además reflexiones filosóficas y políticas: “La democracia, comprenden, consiste en morirse todos juntos de frío. El comunismo tampoco es la respuesta, y eso se lo enseñan a los obreros soltándolos allí, lejos de las leyes del mercado, y luego dejando que se hagan trizas por cualquier cosa que recuerde al poder, al dinero”. Nos encontramos, por tanto, ante una novela de tempo lento y gran profundidad, que confirma el talento del autor de El cielo de Lima y Los que duermen, y que nos interroga sobre la verdadera naturaleza del ser humano y nos conduce a un desenlace que a algunos lectores sorprenderá más que a otros pero que es, en todo caso, magistral.

Txani Rodríguez

Kike Martin

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