Angulas navideñas

El frío húmedo cala hasta la médula los huesos, las luces de colores tintinean en la calle, y el pueblo huele a castaña asada. Enfundado en una bufanda, gorro y guantes de lana tarareo nostálgico el villancico “Hator, hator mutil etxera” y en el cielo azul pálido brilla el sol sin apenas calentar.

De niño el Olentzero siempre fue generoso. El aire de bondad almibarado que existe, pese a mi asma, lo respiro bien. Los festejos son una buena excusa para quedar con esa gente a la que quiero y no veo el resto del año, para acordarme con cariño de los que ya no están, y para recordar que durante algunos años era de los que volvía a casa con el turrón; aunque procuro disimularlo, ¡qué carajo!, estas fechas me ponen tierno.

Por otro lado, como vizcaíno de pro, a mí, como a Gargantúa (ese señor de la  boina que se come los niños crudos), lo que más me gusta de estas fiestas es el condumio, juntarme con la familia y amigos a comer “gastaina ximela jatera”. Besugo, kokotxas, merluza frita con pimientos asados, langostinos al ajillo, cabeza de jabalí, pavo relleno con castañas y trufa, cangrejo, turrones duros y blandos, la compota de mi ama, intxaursalsa y tostadas de pan. Comidas de otros tiempos, que vuelven por Navidad.

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Recuerdo con un pelín de nostalgia que en Nochebuena  íbamos a visitar a mis abuelos paternos. “Gabon gaua ospatutzeko aitaren eta amaren ondean”. Aita Andoni y Cloti nos sacaban un vinito, saludábamos a la pava que asaban el día siguiente y un poco a escondidas sisábamos un par de angulitas de los 200 gramos que tenían todos los años para cenar.

Las angulas han estado siempre rodeadas de un halo de misterio. Pescadas en las noches brumosas de invierno, a la luz de un farol, su procedencia fue una incógnita hasta que el ictiólogo danés Johannes Schidt descubrió  que la angula era el retoño de la anguila, un pez catádromo, es decir que nace en el mar, emigra a los ríos para crecer y vuelve al mar para reproducirse y encontrar su lugar de desove en el Mar de los Sargazos, una zona calmada del Océano Atlàntico.

Aunque se consumen en zonas de Francia -como Nantes, La Rochelle y Burdeos- y en la Baja Sajonia alemana, nadie en el mundo venera este manjar con tanta pasión como los vascos de la costa-. Dicen que fue un franciscano ingenioso y con un hambre de mil demonios quien  primero agarró un cedazo para pescar aquellas culebrillas minúsculas. “Ikusiko dut aita barrezka amaren poz ta atseginez”.  Y que fue la madre del clérigo quien tuvo la idea de matarlas como aún se hace hoy, con una infusión de tabaco.

Las angulas nos deleitan desde hace siglos por lo que ahora se llama textura: hundir el tenedor de madera en una cazuelita de barro humeante y sentir entre los dientes esa sensación mórbida, sensual, casi atávica, de sus cuerpecitos resbaladizos, crujientes, gustosos, sutiles y libres de artificio. Quien no las haya probado no sabrá de qué hablo. Son un tesoro gastronómico, que, por desgracia, se ha convertido en un capricho caro, apto para pocos.

Aunque aún no ha alcanzando los precios desorbitados de los últimos años, la angula nunca fue comida de pobres. De ahí que más de uno se inventara triquiñuelas como la que cuenta Jose de Orueta en Memorias de un bilbaíno, 1870 a 1900: “Visenta era una famosa cocinera que incluso en verano preparaba angulas, pero artificiales. Estas eran una masa hecha con merluza cocida y pasada por un colador de agujeros anchos: Salían por allí largos y retorcidos, pero Visenta los cortaba, los tiraba en aceite, ajo y pimiento choricero y antes de sacarlos a la mesa, con pluma y tintero, les ponía los ojos, tas, tas, y no había quien conociera cuales eran las de verdad”.

Estas fiestas me temo que tampoco cataré angulas. “Gaztainak erre artean, gaztainak erre artean”. Su precio es de escándalo, qué se le va a hacer, habrá que resignarse a que se conviertan en un delicioso recuerdo, y esperar que algún  año, como si de unas viejas amigas se tratara, vuelvan a compartir mantel con nosotros por Navidad “¡Txipli txapla pum!”.