Hay pocas necesidades básicas, comer, beber, dormir, estar calientes… Poco más, pero en ese poco más se encuentra una de las más cruciales: el contacto. Por nuestra naturaleza sabemos de la profunda vulnerabilidad que nos conforma. Somos muy blanditos por dentro y por fuera. Tanto es así que nuestra crianza es la más larga de entre las de todos los animales. Años para formar un cerebro en plenitud, veintitantos para ser más concretos. Años en los que los demás se convierten no sólo en una referencia sino, como decía al principio, en la única fuente de satisfacción del resto de necesidades básicas. Simplemente, un bebé no puede sobrevivir sin otros. Tanto es así que incluso gran parte de la identidad depende de los otros, no por sus opiniones de nosotros, eso es bastante posterior, sino porque la identidad propia enraíza en sus reacciones a nuestra presencia, nuestras cualidades y acciones.
En nuestro entorno cercano, de trabajo, de estudio, de vida en general, la mirada o la ausencia de ella sigue enviando un mensaje al otro lado: te miro y te veo, o te miro y no te veo. Y como cuando nacimos y durante el tiempo de nuestra crianza más temprana, aquello que nadie ve de nosotros, empieza a difuminarse, hasta el punto de dejar de existir incluso para nosotros mismos, para nosotras mismas.
Si damos un paso más allá, pensemos en la cantidad de personas a las que no miramos por la calle, en especial a aquellas partes de un colectivo concreto. Sepamos que nuestra mirada cuenta, tanto es así que hay personas a nuestro alrededor, más desfavorecidas, a las que negar el contacto sistemáticamente, con la mirada, con el tacto, que pueden llegar a desaparecer incluso para ellos mismos. Esas personas se convierten en invisibles. El contacto genera salud mental y su ausencia, la dificulta, en todos los niveles de interacción.
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Bajo el título “Este bebé con un casco tiene la clave para entrenar la IA”…
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