Javier Sánchez- Monge, la aventura no tiene fin.

Javier Sánchez- Monge es licenciado en Filosofía y en Ciencias Empresariales en Heidelberg (Alemania) y habla varios idiomas. Ha experimentado aventuras profundas que le han cambiado su forma de ser.  En su caminar constante ha fotografiado sociedades alternativas a nuestra civilización que ha encontrado en la selva amazónica, en la taiga rusa o entre las etnias de China o Birmania. Es el autor de “El arte de la fotografía documental”, “Seres solitarios” y la novela “Hacia los amaneceres rojos”.

Nació en Madrid (1965), se crio en el Aiún (Sahara Occidental). Fue en coche de Madrid hasta Bamako con su abuela cuando tenía 16 años y unos meses después llegó a un pueblecito de Oregón a estudiar COU para luego continuar sus travesías por África.

Para salir de una depresión existencialista convivió durante 9 meses (1988-1989) con los nativos huaorani en el interior profundo de la selva amazónica de Ecuador. Durante ese tiempo vivió desnudo como los propios indígenas, compartió sus quehaceres diarios acompañándolos en la pesca y en sus partidas de caza.

Recorrió durante un año la India detrás de los shadus renunciantes y fotografió a los dalit o intocables, la casta más inferior y discriminada. Otro año se internó por China – junto a Yalien, su mujer natural de Taiwán- llegando a monasterios remotos de la cultura tibetana. Residió 10 años en Nom Pen (Camboya) donde ha realizado un amplio trabajo documental sobre la vida en un basurero y retratando a personas víctimas por ataques de ácido.

Acudió a Filipinas a retratar la devastación del tifón Haiyan en 2013. Fue como si hubiera bajado al averno. Estuvo un mes recorriendo a pie con su cámara la ciudad de Taclobán, plagada de cadáveres y ruinas.

También ha seguido el éxodo de los rohinya tras su huida del estado de Arakan, en Birmania. Ahora escribe entre Madrid y Canarias las crónicas de los años que vivió peligrosamente.

¿Cómo el viaje y la experiencia en contacto con otras culturas y países te han llevado al fotoperiodismo?

Primero sobrevino la aventura que cada vez era más intensa. Descubrí la fotografía de denuncia y esa fue mi misión principal, dar testimonio de mundos que se van desvaneciendo rápidamente.

¿Cuáles fueron los años que viviste al límite?

Desde el 2009 hasta el 2019, la época en la que residí con mi mujer en Non Pen, aunque a decir verdad llevo toda una vida viviendo al límite. Por aquel entonces, estaba al mismo tiempo metido en varios proyectos en diferentes lugares del Sudeste Asiático (ataques de ácido, la pobreza extrema, la drogadicción, las etnias, inundaciones) o incluso desplazándome al Tíbet para fotografiar las ceremonias de la tradición bon o a Filipinas para dar a conocer las catástrofes naturales. Hasta que regresé a Madrid en 2020 no pare.

¿Cuáles fueron tus primeros viajes?

Pasé mi infancia en el Sahara Occidental ya que mi padre ejercía de médico en el Aiún. Estaba rodeado de gentes de razas diferentes. Cuando era joven pensaba que debía de existir otro tipo de vida diferente a la que nos explican. Mi abuela encontró la solución llevándome a un viaje por África con sus amigos. Se dedicaban a comprar coches Peugeot 504 en París y los conducían por Marruecos, Argelia, para terminar vendiéndolos en Bamako (Malí). Hice varios viajes de ese tipo que me abrieron la mente a nuevos horizontes.

En 1983 obtuve una beca para estudiar el equivalente del COU en Estados Unidos. Por mis apetencias me mandaron a un rancho de vaqueros en el estado de Oregón. El pueblo era diminuto y había días que iba al instituto a caballo. El padre de la familia que me acogió era medio indio, un cazador que tenía mucho respeto a la naturaleza, sabía leer el bosque e intuía dónde merodeaban los coyotes y osos. Íbamos en canoa por el río Umpqua. Era una vida de película, bastante salvaje.

El mayor despegue lo tuve con los huaorani en la Amazonia ecuatoriana.


En ese tiempo te despojaste de la ropa y adoptaste un mono araña al que llamabas “Uh”, habitabas en una “onga” o choza comunal ¿Cómo se fue transformando tu vida cotidiana?

En aquellos meses fui testigo de cómo se iba destruyendo el hábitat de los huaorani en el interior de la selva del parque nacional de Yasuni. Entraban las petroleras y les expulsaban. Para mí esa situación resultaba muy triste. Llegó un momento en que la presión psicológica fue muy fuerte y a esto se le añadió fuertes ataques de malaria. Me sacaron unos militares llevándome a la misión de los Capuchinos, estaba en un estado pésimo, casi moribundo, completamente deshidratado.

Posteriormente residiste en San Petersburgo. Con la ayuda de Yuri, un pope, conseguiste visitar en la taiga rusa a Mijail Mijaillovich, un anciano extrampero y pescador en el lago Ladoga que vivía en absoluta soledad. Sus únicos amigos eran un oso que se cobijaba en una madriguera cercana y un cuervo. Es uno de los personajes de tu libro “Seres solitarios”.

Mijail emergía de la época estalinista. Adoraba a su mujer que murió en el asedio a San Petersburgo en la II guerra Mundial. Se marchó a la taiga para vivir solo y no regresar jamás. Se convirtió en una persona tímida pues llevaba años sin ver a nadie. El oso era su vecino, cada vez que venía de pescar le dejaba algo delante de la madriguera. Se mostraban respeto mutuo y una cierta complicidad a pesar de ser especies diferentes.

El cuervo solía venir en primavera y se comía las patatas de la plantación de Mijail. Se conocían de hace tiempo, pero la vida en la taiga es de extrema supervivencia. Tenía cargado el rifle y, después de mucho dudarlo, disparó y lo mató. Se puso a llorar y se lamentó durante mucho tiempo porque lo tenía como compañero, la presencia del cuervo aliviaba su soledad. Arrepentido lo enterró. Cuando nos contó la historia, lloraba.

¿Cómo conociste a tu mujer Yalien de origen taiwanés?

Curiosamente la conocí en la calle en Madrid. Yo quería aprender chino y le invité a mi casa pues es profesora. Nos contamos nuestro sueño de dejarlo todo y viajar con las mochilas por el mundo y al poco tiempo nos pusimos a ello. Comenzamos en 2005 a movernos juntos y en el 2009 nos fuimos definitivamente a residir a Camboya.

En el vertedero de Siem Reap cerca de Angkor Wat, el complejo de templos más grande del mundo, desarrollaste amistad con algunos recolectores del basurero. ¿Por qué tu compromiso con ellos?

Documenté periódicamente en esta colonia conviviendo con ellos en la época de los monzones y en la de la quema de las basuras. Observé cómo crecían los niños. Tuve un vínculo muy fuerte, los fotografiaba y llevaba donaciones.

¿Qué se esconde tras las personas víctimas por ataques de ácido que has retratado en Camboya?

La generación que siguió al genocidio cometido por los Jemeres Rojos estaba traumatizada, cayendo en el alcoholismo y las drogas. Ocasionó muchos niños huérfanos y gente trastornada. Aunque el carácter de los camboyanos es adorable en general, las explosiones de violencia llevaron a esa epidemia de los ataques de ácido. Documenté la vida de la gente que había sufrido estas agresiones. Era desgarrador pues no se podían reconocer.

¿Por qué se producían?

Los porcentajes mayores se relacionaban con relaciones amorosas deshechas. Se daban más casos de hombres agredidos por mujeres. El mensaje es que si no eres mío no serás de nadie. Seguí su evolución como pacientes, fotografiando cirugías, su integración en la sociedad y el proceso judicial.

Texto: Roge Blasco.

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