Inteligencia emocional

¡Elemental, querido Watson!

Bajo el título “Este bebé con un casco tiene la clave para entrenar la IA” leo con inquietud un artículo en la MIT technology review de febrero. En un experimento recién publicado, un equipo de investigadores de la Universidad de Nueva York se preguntó si la IA podría aprender como un bebé.

Para descifrar este enigma, colocaron un casco con una cámara en la cabeza de un niño australiano de seis meses: Sam. Y recogieron momentos de su vida hasta los dos años. Así han tratado de entender cómo se relaciona con los objetos, cómo forma su lenguaje y cómo otorga significado a los objetos.

Al parecer, mientras la IA necesita entrenarse con conjuntos de datos masivos y millones de palabras para escribir un inglés aceptable, las y los niños -con solo una pequeña fracción de esos datos- son capaces de comunicarse con solvencia a los tres años. Es decir, la inteligencia artificial puede aprender mucho de los bebés.

Nacer tan incompletos, tan “sin hacer” es una gran ventaja evolutiva. Y quienes desarrollan la IA se proponen con este estudio entrenar mejor los modelos de IA, construir mejores modelos y acercarnos a una inteligencia artificial más parecida a la humana.

Inmediatamente, otro experimento, también relacionado con el aprendizaje e igualmente controvertido, ha venido a mi cabeza: el realizado por J.B. Watson con el pequeño Albert en 1920. En pocas palabras, para demostrar cómo los principios del condicionamiento clásico planteados por Iván Pávlov, podían aplicarse en la reacción de miedo de un niño ante una rata blanca, Watson realizó el siguiente experimento.

Asociando la aparición de una rata blanca al tiempo que se producía un ruido fuerte (golpeando una barra metálica detrás de la cabeza del pequeño Albert cuando éste tenía 11 meses y tres días) tras varios ensayos, el niño lloraba ante la presencia de la rata. Posteriormente generalizó su respuesta llorando también ante perros, ropas de lana, un abrigo de piel, etc.

En definitiva, el pequeño Albert aprendió a temer a la pequeña rata como años antes el perro de Pavlov (aquí tienes una versión musical de Ana B. Savage) aprendió a salivar al sonido del metrónomo.

Hoy, nadie dudaría en descalificar el experimento por poco ético. Tampoco creo que superara el cedazo de la ciencia ciudadana al servicio de la sociedad.

Sin embargo, parece que la IA goza de patente de corso. Se ha convertido en el nuevo oráculo de Delfos (aquél de “conócete a ti mismo”). Postrados ante su altar parece que todo vale. Nos apasiona. Convencidos de que vamos a ganar mientras que su desarrollo está espoleado por quienes -pase lo que pase- nada van a perder. Siempre ganan.

Y le entregamos nuestro bien más preciado, nuestra alma en forma de datos. Todo a su mayor gloria. Ella, por su parte, calcula y calibra. Sin emocionarse. Alexitímica.

El diablo se esconde en los pequeños detalles y es acreedor exigente: siempre se cobra las deudas con intereses.

El fin no justifica los medios.

Así de elemental, querido Watson

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Confianza online