Archivo de la etiqueta: El Cairo

La prensa se agolpa frente al hospital

Muchos opinan que se trata de una estrategia más del Ejército para desviar la atención sobre el golpe de Estado que está en marcha. Lo cierto es que medios de comunicación de todo el mundo hacen guardia frente al hospital militar Maadi de El Cairo a la espera de noticias sobre el estado de salud de Hosni Mubarak. Ayer se difundió la noticia sobre que el ex presidente estaba ‘clínicamente muerto’; hoy, todo es muy confuso.

Egipto: la seguridad y la economía son ‘las prioridades’

Mikel Ayestaran, corresponsal de ETB, ha estado en el colegio Om Al Monimim en Giza, donde ha sido testigo de largas colas para votar en una jornada histórica. Así se vota a la sombra de las pirámides. La seguridad y la mejora en la economía son las prioridades para las mujeres con las que ha podido hablar.

En casa de Mubarak

Datos del viaje: dos horas y media en taxi desde El Cairo / Precio: 280 libras egipcias (35 euros al cambio)

La provincia de Minufiya es patria de presidentes. Allí nacieron Anuar El Sadat y Hosni Mubarak. Salimos de El Cairo en dirección a Kfar-El Meselha para visitar el pueblo del último rais. Enfilamos por la carretera nacional y tras salir de la capital comienza el rosario de pequeños pueblos agrícolas del Delta del Nilo. Una carretera infernal que se abre paso entre casas de ladrillo y adobe. A derecha e izquierda campos de trigo y patata. Siguiendo en paralelo el curso del Nilo entramos en Bagur bajo un gran arco con la foto del ex presidente Mubarak dándonos la bienvenida. A su lado el cacique local, Kamal Al Shazli, mano derecha del rais y dirigente destacado del partido del régimen fallecido en noviembre del pasado año. En cada rotonda el rostro de Mubarak sigue presidiendo el tráfico rodado. Aquí nada parece haber cambiado.

A la salida de Bagur recogemos a un vecino que espera el autobús hacia Kfar-El Meselha. Se llama Abda Raboli y trabaja en el campo, como la mayor parte de hombres y mujeres en la provincia de Minufiya. “Desde que empezó la revolución la gente se ha vuelto loca y aprovecha el caos administrativo para construir sin permisos, nos vamos a quedar sin superficie de cultivo”, lamenta antes de asegurar que “no soy un seguidor de Mubarak, pero me da pena la forma que han tenido de echarle. Se merecía una salida más digna”.

Tras cruzar el Nilo entramos en las calles sin asfaltar de la aldea natal del rais. Abda nos acompaña hasta la escuela de educación primaria donde cursó sus primeros estudios. El centro parece parado en los años treinta y los pupitres son los mismos que ocupó el entonces joven Hosni. “Tenemos 250 alumnos, pero desde hace dos semanas no hay clase, esperamos empezar la próxima semana”, confiesa la directora mientras nos sirve té y discute con otras profesoras la salida del poder de Mubarak. Una foto del ex presidente con 52 años preside el aula. “No la vamos a quitar hasta que lo ordene el ministro de Educación”, responden al unísono las maestras que tienen sensaciones contradictorias. “Era la única solución posible porque si hubiera seguido algo terrible les podía haber pasado a los miles de jóvenes de Tahrir”, piensa una de ellas. “Pero no son formas, este hombre ha dado los últimos sesenta años de su vida al país·, reflexiona otra compañera.

Sin acabar el té suena el teléfono y la directora anuncia que en breve llegará alguien de seguridad y que le han advertido por teléfono que no podemos tomar fotos ni grabar imágenes. El agente se persona inmediatamente y tras pedir las acreditaciones nos informa que necesitamos una serie interminable de permisos para seguir con la entrevista. “No han cambiado el chip, es la misma forma de pensar que durante el régimen y la gente sigue llamando a la Policía si ve un extranjero, piensan que todos sois espías de Israel”, lamenta mi traductor.

Dejamos la escuela y en apenas dos minutos caminando entre el polvo llegamos al número tres de la calle Abdulaziz Basha Fahmi, la casa de los abuelos del rais. “El nació en un establo que estaba frente a la casa. Tenía una dependencia para animales y otra para la familia”, asegura un anciano mientras señala a un edificio de tres plantas que ocupa el lugar del antiguo establo. En la casa de la familia Mubarak vive desde hace dos décadas la familia Bekir, que paga un alquiler de quinientas libras al mes, 62 euros al cambio. Tienen miedo de hablar con la prensa. Hussein Omar, residente en el número cuatro de la misma calle, sí quiere contar que “nací aquí hace 45 años y juro que desde el año 1973 Mubarak nunca ha vuelto a pisar este pueblo. No disfrutamos de un trato especial porque hubiera nacido aquí, todo lo contrario porque aquí nos faltan los servicios mínimos”, se queja amargamente.

La multitud se agolpa a las puertas de la casa de Hussein. Aquí no es habitual ver extranjeros. En Kfar-El Meselha no sienten una especial atracción por su ilustre vecino, pero tampoco echaron cohetes con su salida. Es el sentir general en el gran Egipto rural y conservador, otro mundo paralelo al caos urbanita.

La caída de mi Mubarak

Fue lo primero que hice cuando volví al hotel. Me acerqué a la recepción y miré a la parte izquierda del mostrador. Allí estaba. Con su media sonrisa, el pelo impecable y con esa luz en la parte superior que le daba un aire barroco. Habían pasado cinco horas del anuncio de su dimisión, pero Hosni permanecía en las paredes. Daba la impresión que la gente no terminaba de creerse lo que había pasado, que aun había miedo a que todo fuera un bulo más de los que habitualmente retransmitía la televisión egipcia, un montaje de ida y vuelta para probar la lealtad del pueblo.

Por la mañana no he tardado un minuto en rendirle visita. Ya no estaba. Lo único que queda de Hosni es la diferencia de tonos en la pared. Se dibuja perfectamente el contorno del enorme rectángulo que ocupaba la foto del rais, ahora blanco inmaculado frente al tono amarillento del resto de la pared.

No viví la caída de Sadám. Mientras su estatua caía yo hacía diagramación en mi mesa de El Diario Vasco y me moría de envidia. Pude informar de la caída de Musharraf en primera persona, llegué a Túnez dos días después de la salida de Ben Ali y estos días he llorado de emoción junto a mi traductor y guía espiritual, Mustafá, la caída de Mubarak. Me he dado cuenta de que no hay formato periodístico que pueda de verdad reflejar lo que esto supone. O quizás me falte arte. O quizás es que estas cosas es mejor quedárselas para uno mismo. Estaba a punto de empezar a comer el jueves en un callejón próximo a Tahrir cuando el vicepresidente Suleyman apareció en pantalla y anunció la caída del régimen. El grito de Alá Akbar que salió de la boca, los ojos y el estómago de Mustafá es irrepetible. Jamás mis oídos habían percibido este tipo de alarido, un grito de dolor y placer, un impacto directo en mi cara de ‘periodista de conflictos’ que paga su hipoteca gracias a las desgracias de esta gente que ha sufrido la mitad de su vida.

Entré en radios, hice directos para televisión, grabé el momento para hacer un vídeo -y  mi cámara salió seriamente dañada, quizás más acostumbrada a las desgracias que a las alegrías-, escribí una crónica para el periódico desde la mismísima plaza a la luz de una farola… ahora lo repaso todo y me doy cuenta de que el trabajo no refleja ni una mínima parte de todo lo que me pasó por el corazón en esos momentos.

“¿Dónde habéis dejado el retrato?” He preguntado al tipo de la recepción. “No lo sé, cuando he llegado ya no estaba”, me ha respondido antes de perderse en el fondo del mostrador. Mañana voy a ver si alguien me explica el paradero de esos ojos que durante treinta años han sido una especie de Gran Hermano que todo lo controlaba en esta recepción.

Las madres de los mártires

Mubarak no se va. Las que ya no están son las al menos trescientas personas que han perdido la vida desde el inicio de la revolución. Hoy es su día, la jornada en la que millones de egipcios rezan por los mártires de la protesta. Newell acudió a Tahrir anoche junto a sus cuatro hijas para registrar a su pequeño Ahmed en la lista de fallecidos. “La Policía lo mató de un disparo el pasado día 28. Le pedí que no saliera a la calle, pero no me hizo caso. Voló escaleras abajo con sus amigos. Fue la última vez que le vimos con vida”.

Ahmed tenía 23 años y trabajaba como  profesor ayudante en la universidad. Nunca había tenido especial inquietud política, pero no dudó a la hora de echarse a las calles de su barrio, Maadi, donde las fuerzas del orden emplearon fuego real. “Vengo aquí a pedir justicia, a pedir la cabeza del ministro de Interior que dio la orden de asesinar a civiles. Vengo aquí a pedir justicia porque el hospital más próximo se negó a atender a los heridos esa mañana”, reclama esta madre a gritos entre la multitud que colapsa Tahrir. Lleva la foto de su hijo en la mano, pronto será uno más de la larga lista de imágenes que presiden el epicentro de la protesta desde hace varias jornadas.

Mubarak tuvo unas palabras para ellos. Aseguró que “su sangre no ha corrido en vano”, pero no es consuelo para unas familias que exigen su dimisión porque le ven como el principal causante de la represión. “Lo sabe todo, es quien manda y toma decisiones, por tanto es el responsable último de todo lo que hemos sufrido en las últimas semanas”, opina Naweel antes de perderse entre una masa dolida y enfadada por la cerrazón del octogenario presidente.

¿Sucesor de Mubarak?

Se quita las gafas para poder ver el vídeo que un hombre le quiere mostrar en su teléfono móvil. Se trata de un parlamentario egipcio pagando a un sicario para que vaya a Tahrir a causar problemas a los manifestantes. Se seca el sudor de la frente y pide al ciudadano que le envíe el documento. Los días no tienen suficientes horas para Ayman Nour (Mansoura, 1964), trata de recuperar cada segundo que pasó en la cárcel y dedica toda su energía a “pedir al pueblo resistencia. Cada día que permanecemos en Tahrir es una batalla ganada en esta guerra por la democracia”.

Este abogado formaba parte del Parlamento como diputado independiente hasta que en 2004 decidió crear el partido político El Ghad (mañana, en árabe) para ganarse el voto liberal de la población. El partido recibió el visto bueno de las autoridades después de tres intentos y despertó expectación entre los opositores al régimen. Fue la antesala de su salto a la arena presidencial, un salto que le costó la cárcel por la acusación de haber falsificado firmas para obtener la licencia de la formación, algo que él califica de una invención del régimen para quitarle del medio. La presión internacional permitió retrasar el juicio hasta después de las elecciones presidenciales de 2005 en las que obtuvo el siete por ciento de los votos, muy lejos del 89 por ciento de Mubarak, según unos datos oficiales que nadie terminó de creerse por la falta de observadores independientes. Tras los comicios fue juzgado y llevado a prisión. Quedó en libertad en 2009.

“Nosotros rechazamos cualquier tipo de negociación con este régimen, como fuerza de la oposición nos oponemos a esta farsa de conversaciones que no llevan a ninguna parte”, afirma con rotundidad antes de mostrar dejar clara su intención de volver a participar en los comicios del próximo mes de septiembre. Nour repasa las últimas semanas y reflexiona en voz alta sobre “la positiva actitud de los países de la Unión Europea, frente a la nulidad de Estados Unidos”. No quiere ver una transición liderada por Mubarak, tampoco se fía del vicepresidente Suleyman y piensa que “es cuestión de días, como mucho una semana”, por lo que cada vez que puede procura acercarse a la plaza a animar a los cientos de miles de manifestantes que desde el pasado 25 de enero piden la dimisión del presidente.

Yihad revolucionaria

Sus asistentes le llevan en volandas entre la multitud. El doctor Abdelhadi va cubierto con una túnica blanca y como todos los días se ha acercado a la plaza Tahrir para transmitir al pueblo la necesidad de “seguir resistiendo. Cada día que pasa debilitamos un poco más al presidente”. Tiene ocho años menos que Mubarak, pero su rostro parece mucho mayor. La apariencia contrasta, sin embargo, con la energía de un discurso que se eleva por encima de megafonías y silencia a todos los que están cerca. “Esto es una yihad. El Profeta nos enseñó que hay que enfrentarse al tirano y aunque lo estemos haciendo de forma pacífica, por supuesto que es la obligación de todo musulmán echarse a la calle y combatir por medio de la protesta”.

Yihad “sin matar a nadie”, matiza este experto en historia islámica vinculado a la oposición al régimen y que ha pasado largos años en Arabia Saudí. Desde hace quince reside en El Cairo y forma parte de la cúpula de la universidad Al Azhar, la que está considerada más antigua universidad del mundo con funcionamiento ininterrumpido. Su mensaje de paz contrasta con el llegado desde Irak con el último comunicado del Estado Islámico, brazo de Al Qaeda en suelo iraquí, llamando a la yihad en Egipto y advirtiendo que “la puerta está abierta para los mártires”. El apoyo de este grupo radical no beneficia a los intereses de unos manifestantes que ayer volvieron a colapsar el centro de la capital. Las concesiones del régimen no contentan a nadie y pese al férreo control de los medios oficiales que hablan de acuerdos y planes para la transición, la lucha en la calle sigue viva.

Es hora de partir. El doctor Abdelhadi se pone sus gafas y deja que sus asistentes se abran paso entre la masa. La gente le reconoce al pasar y quiere tocar al sheikh, saludarle y darle las gracias por su participación en las protestas. Como el resto de religiosos de Al Azhar cada día visita esta plaza y piensa que “no hay prisa para volver a las aulas porque en estos momentos todo estudiante con dignidad debe estar en Tahrir”. Un anuncio que poco tiene que ver con las intenciones del régimen de reabrir escuelas y universidades el domingo.

“¡Egipcios, despertad!”

Primer control, militares que piden documentación y advierten por primera vez a la prensa internacional desde el inicio de las revueltas que debe pasarse por el ministerio de Información a obtener la acreditación pertinente. Segundo control, voluntarios de la oposición que amablemente vuelven a pedir pasaportes y revisan mochilas y bolsas. Tercer control, un grupo de espontáneos forma un pasillo humano para dar la bienvenida a los manifestantes al ritmo del oud, el laúd árabe, que se ha convertido en la auténtica banda sonora de esta revolución. «¡Bienvenidos revolucionarios, bienvenidos todos!», cantan y aplauden al paso de la multitud que como cada día se da cita en la plaza Tahrir.

Tras unas primeras jornadas a base de eslóganes y gritos, la canción protesta ha ido poco a poco asentándose en la revolución cairota. Mohamed Abu Eiezz y Fedi Mikhail se alejan de las tiendas de campaña en las que viven desde el inicio de la revuelta para ensayar un tema titulado «La fiesta de la libertad». Mohamed tiene 31 años y ha aparcado por unos días su consulta de Cardiología para entregarse a la revolución. Escribe poemas para que su amigo Fedi los cante y se muestra convencido de que «ya nada volverá a ser igual, el sistema va a cambiar de una vez y debemos estar muy alegres por ello».

«Egipcios, despertad. Egipcios, venid a celebrar esta fiesta. Egipcios, despertad», recita Fedi acompañado de su oud. Decenas de personas forman un círculo en torno al artista y rompen a aplaudir cuando termina. «Es el mejor público del mundo», asegura Fedi, miembro de un grupo llamado Lel Niain con el que se suele juntar por la tardes para tocar en una plaza abarrotada. Son las dos caras de la protesta. Por la mañana se puede ver el asfalto, pero con el paso de las horas y especialmente cuando la gente termina su jornada laboral, una alfombra humana cubre el lugar y no lo abandona hasta bien entrada la noche. Entonces sólo el núcleo más duro, el que vive en tiendas de campaña, permanece firme para recordar a la cúpula del régimen que la protesta no se duerme. Nada que ver con la realidad que transmiten los medios de comunicación oficiales que hablan de «una asistencia media de unos tres mil manifestantes antigubernamentales pagados por el régimen iraní».

Junto a los cantautores, algunos raperos también hacen su aparición ante un público de lo más diverso. Entre discurso y discurso político -los Hermanos Musulmanes disponen de un equipo de sonido para que los oradores pudieran dirigirse a la masa- algunos jóvenes raperos se suben a la barandilla que hace de escenario para rimar al ritmo de «Erhal, Mubarak» (fuera Mubarak, en árabe), el eslogan más popular de la revuelta, el equivalente al «RCD, degage!» tunecino (RCD, partido del ex dictador Ben Alí, fuera). Egipcios de todas las edades y condiciones sociales imaginables bailan de felicidad. No importa sin el que canta es famoso o no, importa su mensaje.

El azote del régimen

Hamdi Kandil no se calla. Nunca lo ha hecho y ahora menos. El periodista egipcio acude a la plaza de Tahrir para pedir a los manifestantes que sigan resistiendo. Sabe de lo que habla. Ha pagado un precio muy alto en su carrera y en su vida personal por luchar contra este sistema y por fin empieza a recoger sus frutos. “Estamos viviendo días históricos, esto es el fin de la dictadura“, asegura mientras se agarra con fuerza al brazo de su esposa, la conocida actriz Naghlaa Fathi. Se dirige a la masa como un gran líder. La gente le respeta, la gente le cree, algo que no ocurre con la mayor parte de periodistas del país y algunos incluso le ven como el próximo ministro de Información del Egipto democrático.

“Cristianos y musulmanes de la mano. Pobres y ricos unidos. Es impresionante, esta es la revolución de todo un pueblo y no podemos dejar que se apague”, señala el controvertido periodista al que le cuesta abrirse paso entre una multitud que le saluda y le anima a seguir con su trabajo.

Su carrera está marcada por la censura. En 2003 tuvo que hacer las maletas y emigrar a Dubai debido a sus feroces críticas contra la invasión americana de Irak. Sus análisis  sobre la situación política de Oriente Medio y los ataques a las dictaduras árabes le llevaron hasta Dubai donde permaneció cuatro años al frente de ‘Qalam Rosas’. El talk show también terminó enojando a las autoridades de Emiratos y Kandil, tras rechazar una oferta de Al Manar, propiedad de Hizbolá, se desplazó a Libia. Pero en un periodo récord las autoridades de este país decidieron suspender su programa y regresó a Egipto donde es el portavoz de la Asociación Nacional por el Cambio, partido de la oposición, y colabora con varios diarios como Al-Shuruq. Precisamente un artículo publicado en este periódico le llevó ante la Justicia ya que el ministro de Exteriores, Ahmed Aboul Gheit, le acusó de “difamación”.