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La impotencia de Karzai

KABUL. Las imágenes de los soldados orinando sobre cadáveres, las fotografías con símbolos nazis, la quema del Corán, la matanza de Kandahar… Todo en los primeros tres meses de 2012 ¿Qué será lo siguiente? Es la pregunta que se hacen los afganos de a pie que en el transcurso de los últimos once años han pasado de la esperanza de la llegada de la comunidad internacional a la desesperanza por un presente gris y un futuro negro. Hamid Karzai no quiere nuevos escándalos y por eso pidió al secretario de Defensa estadounidense, Leon Panetta, la salida de las fuerzas de combate de las zonas rurales.

Hasta el ‘comunista’ Najibulá es más popular que Karzai entre los suyos.

Hasta el ‘comunista’ Najibulá es más popular que Karzai entre los suyos.

La petición del presidente es un mensaje a las familias de los 16 civiles asesinados el pasado domingo en un distrito de Kandahar a manos de un militar estadounidense. Está previsto que en las próximas horas las víctimas lleguen a Kabul para recibir el pésame del presidente en primera persona. Han tenido que desplazarse hasta su palacio, hasta su búnker, el único lugar en el que sigue mandando un Karzai en plena cuenta atrás para el final del mandato y que, pese a todo el apoyo del mundo, no se ha ganado el respeto de los suyos, algo esencial en un país como Afganistán.

A efectos prácticos la petición de la salida de tropas de los núcleos rurales no supone un gran cambio porque la segunda fase de la transferencia de seguridad está muy avanzada y en mayo entrará en vigor la tercera y definitiva. 33.000 soldados de Estados Unidos ya están rumbo a casa, el resto de fuerzas de la coalición han empezado a replegarse de posiciones de combate avanzadas –España, por ejemplo, ya ha comenzado el repliegue del puesto de combate Hernán Cortés, del valle de Darrh i Bum- y sus lugares están siendo ocupados por las fuerzas de seguridad locales cuyo entrenamiento se ha intensificado desde la Cumbre de Lisboa de 2010 en la que se fijó 2014 como fecha para el fin de la misión.

A la cárcel por ser violada

La madre de Guinaz salió una maña de casa para ir al médico. Esta ausencia fue aprovechada por un familiar para entrar en la casa y violar a la joven de 19 años. Guinaz guardó silencio durante cuatro meses hasta que le resultó imposible disimular el embarazo fruto del ataque. Calló por miedo a la deshonra, por terror a las consecuencias que en una sociedad extremadamente tradicional tienen para las mujeres este tipo de agresiones. Su silencio, sin embargo, fue también el argumento que llevó a la Justicia a encerrarle bajo la acusación de “esconder la agresión durante demasiado tiempo”, según el portavoz del fiscal general de la capital afgana, Rahmatullah Nazari, que argumentó que “con el paso de tanto tiempo no se pueden tener pruebas de un ataque” por lo que tipificaron el caso como adulterio.

Cárcel para mujeres de Herat (M.A, 2010)

Su caso es uno de los muchos que se producen a diario en el país, la gran diferencia es que Guinaz ha decidido contarlo con detalle ante las cámaras de la cadena CNN desde la celda en la que permanece encerrada desde hace dos años junto a su bebé. El Código Penal afgano no reconoce la violación como un delito, en cambio, sí que considera que lo es el adulterio, como destacaba en su artículo de elmundo.es Mónica Bernabé. El sexo fuera del matrimonio es motivo de largas condenas en un país al que llegaron las fuerzas internacionales hace diez años. El peso de la tradición es tan fuerte que poco importan los millones de dólares gastados en proyectos de distintas ONG o de ayuda a la reconstrucción del sistema judicial, es lo que ha vuelto a sacar a la luz un caso como el de Guinaz que supone una lección de realismo para una comunidad internacional que ya ha dejado atrás su planes utópicos de democratizar y occidentalizar el país asiático para centrarse en una retirada lo más decorosa posible en 2014.

El enlace con su violador podría salvarle de cumplir condena (al originalmente de doce años, pero reducida a tres), pero también lo puede hacer la presión internacional generada por su aparición ante las cámaras ya que “pronto obtendrá el perdón presidencial”, declaró a la CNN Nazari.

Cadenas, pan y agua

Hay que salir de Kabul a primera hora para poder regresar antes del anochecer. El camino a Jalalabad, 150 kilómetros al sureste de la capital, es el mismo que va a Pakistán y constituye la principal ruta de abastecimiento de las fuerzas de la OTAN. Por lo tanto es objetivo de los grupos insurgentes que tienen el control de las zonas rurales de Afganistán.

El fotoperiodista Diego Ibarra (Zaragoza, 1982) prepara sus cámaras e inicia el camino hacia el santuario Alí Baba Mia, un viaje directo a un lugar donde poder retratar sin filtros algunas de las consecuencias ocultas de tres décadas de conflicto en el país asiático. El lugar se encuentra más allá de Jalalabad, se trata de un pequeño complejo formado por el santuario donde descansan los restos del santo sufí, un cementerio y una decena de celdas donde enfermos mentales y drogadictos buscan la curación.

Las familias llevan a los suyos guiados por la fe en la figura de Ali Baba Mia. El milagro de la sanación pasa por un tratamiento de choque en los que los pacientes pasan cuarenta días encadenados a la pared a base de pan y agua, una terapia que busca limpiar cuerpos y mentes de todo mal.
Mental illnes in Afghanistan: the invisible consequences of war

“Es un lugar que da miedo, miserable y donde los enfermos sobreviven en condiciones durísimas“, recuerda Diego que ha visitado el santuario en dos ocasiones como parte de un amplio proyecto sobre centros psiquiátricos que desarrolla en Afganistán y Pakistán para mostrar las huellas menos visibles de los conflictos en la región. “El impacto es brutal, pero la prisa apremia porque hay que trabajar con rapidez antes de que se difunda en el área la noticia sobre la presencia de un extranjero, todo un caramelo para los insurgentes”, apunta el fotoperiodista aragonés. Esa brutalidad se plasma en las fotografías en blanco y negro de Diego donde el grito de los enfermos traspasa el papel y golpea los oídos de quienes las observan. Una bofetada a los sentidos, un cubo de agua helada sobre una opinión pública cansada de la guerra de Afganistán y que se refugia en las estadísticas de ejércitos y ministerios que maquillan con números el fracaso de la intervención internacional.

Muertos en vida, encadenados a las paredes de sus celdas a la espera de que les llegue la hora de dejar este mundo, abandonar un Afganistán donde solo sobreviven los más fuertes. Tres décadas de conflicto han dejado en el país asiático más de dos millones de enfermos mentales graves, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). El sistema de salud público no es capaz de atender el problema y los cinco centros psiquiátricos que se reparten en Herat, Kabul, Mazar-e-Sharif y Jalalabad (dos) se han convertido en lugares donde los enfermos se limitan a esperar la llegada de la muerte. Sin medicinas ni tratamientos que les abran la puerta a una posible recuperación los familiares sólo confían en que un milagro salve a los suyos.

“En el vecino Pakistán muchos centros comparten la misma filosofía y los ciudadanos piensan que los suyos sanarán sólo cuando se rompan las cadenas que les atan a la pared“, recuerda Diego, residente en Islamabad, que espera terminar con este proyecto en los próximos meses. Tiene que darse prisa debido a la inestabilidad creciente en la zona y a que este tipo de centros creados bajo la filosofía sufí no son del agrado de las autoridades. Kabul apenas dedica atención a estos santuarios por lo que se ven obligados a sobrevivir de las discretas donaciones que pueden realizar las familias con cada ingreso. Al final de los cuarenta días el enfermo vuelve a la calle y con él regresan los fantasmas que dominan sus mentes y corazones a quienes la violencia ha arrancado cualquier signo de normalidad.

El Salang Pass americano

Por la noche y con una única cámara en directo (NBC) las fuerzas de combate americanas han puesto punto y final a la guerra en Irak. Las escasas imágenes de los blindados saliendo hacia Kuwait recuerdan a los viejos carros de combate soviéticos cruzando el Salang Pass afgano en febrero de 1989 con el cuerpo de Igor Liakhovich, el último soldado del Ejército Rojo caído en combate, asido a uno de los carros de combate. Aquella retirada supuso el inicio del fin de la URSS, ¿cuál será el peaje que pagará Estados Unidos por su salida de Irak y su más que segura próxima retirada de Afganistán? Es una pregunta que preocupa tanto como la que estos días se plantean los medios sobre si “¿es capaz el Ejército de Irak de hacer frente a la situación?”. Ni el de Irak, ni el de Estados Unidos, ni toda la OTAN unida es capaz de combatir de forma convencional con el enemigo que tienen delante.

La guerra asimétrica acabó con los rusos en Afganistán, ha derrotado a los americanos en Irak y terminará por desquiciar a la OTAN en Afganistán. Ese enemigo invisible que pelea en moto, con sandalias, armamento obsoleto, pero que conoce el terreno y no tiene miedo a morir. En Irak han perdido la vida más de 4.000 americanos, el número de civiles caídos es más complicado de calcular porque a ellos no hay que pagarles indemnizaciones y en muchos casos se puede decir que se trataba de “insurgentes”.
El Afganistán ruso fue un fracaso, como lo es el Irak americano y el Afganistán de la Alianza de Civilizaciones. Fracasos con graves consecuencias y que dan cada día argumentos a los grupos más islámicos extremistas para legitimar la sinrazón de sus acciones. ¿La solución? “Exportar cultura y no armas”, lo repite en cada entrevista el político afgano Ramazan Bashardost, tercer hombre más votado en las últimas elecciones y único político con voz en ‘Los cuadernos de Kabul’ del maestro Ramón Lobo. Una propuesta que Washington no parece muy dispuesto a aplicar a Irak ya que, según adelanta The New York Times, el futuro pasa por la creación de un “ejército de guardias de seguridad de empresas privadas de unos 7.000 efectivos” para proteger al batallón de diplomáticos que se encargará de la nueva ‘Operación nuevo amanecer’. Más de lo mismo.

(Fotografía extraída de The Hidden War de Artyom Borovik)

Té sin chaleco ni casco

Haji Agha espera a los americanos con el azúcar servido en vasos
transparentes. Bien dulce, como los iraquíes, el anciano más respetado
de Jalawar ofrece a los militares té verde y gominolas. En pastún y en
farsi, este veterano de la yihad explica los problemas de la semana a
unos americanos que, como muestra de confianza, se quitan los chalecos
y los cascos. Sólo mantienen las botas puestas por si hubiera que
salir corriendo.
om-afgh
Es la reunión semanal, la tradicional shura con la que los afganos
están acostumbrados a resolver sus problemas y que desde hace seis
meses cuanta con la presencia americana en este valle. Salen nombres,
informaciones sobre presencia talibán y, en mitad de la sesión, llega
la noticia de que se ha colocado un nuevo IED al paso de una patrulla
americana (el segundo desde que estoy aquí). Los detectores han hecho
bien su trabajo y se ha podido desactivar
llevando a cabo una
explosión controlada que ha hecho temblar los cristales de la casa del
anciano.

Tras una hora de conversación y con un té que amenaza con corroer
todos los empastes de las pobres bocas de los occidentales, llega la
hora de volver a la base
. Dos americanos, un periodista y doce
soldados afganos forman una comitiva que recorre a pie los mil metros
que separan la casa del anciano de la base. Un paseo en el que la
auténtica escolta está formada por decenas de niños de la madrasa del
pueblo –aquí aun no hay escuelas del gobierno- que están de fiesta por
ser viernes.

TELEGRAMA DESDE ARGHANDAB. Mi permiso del Departamento de Defensa está
a punto de expirar y me buscan una salida. STOP. Yo no quiero evitar
viajar por carretera hasta Kandahar. STOP. Hoy han llegado dos
televisores de 42 pulgadas a la base. STOP. Los soldados afganos dicen
que pasan calor y piden ventiladores. STOP. El GSM se corta a las 7 de
la tarde para entorpecer las comunicaciones de los talibanes, que son
quienes reinan en la noche.

La pecera bomba

Una pecera es el nuevo elemento decorativo de la sala de operaciones de la base Terranova, en el valle de Arghandab. Los empresarios afganos contratados por los americanos para las obras de ampliación de la base –a la que llegarán algunos de los 30.000 soldados prometidos por Obama– agradecen de esta forma los miles de dólares que les llegan cada mes. Diez pececitos de colores- bañados en 24 botellas de agua mineral- observan ahora a los soldados que trabajan en los ordenadores verde (no clasificado) y rojo (secreto) de la sala. Mi pequeño Vaio se ha sumado a la mesa de computación y desde un extremo, enfermo por la psicosis del IED (artefacto explosivo improvisado), pregunto al responsable de logística si no será una pecera bomba. “Espero que no”, se limita a responder antes de ir a por un alargador para iluminar el acuario.

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He aprovechado el encierro para tomar un té con el mulá que dirige las oraciones de los efectivos del Ejército Nacional Afgano. El equivalente al cura castrense de los ejércitos OTAN que ora en una pequeña choza de madera a la que acuden sus fieles soldados cinco veces al día. Todos menos dos son suníes, pero a los chiíes también les dedica un rato cada jornada. Llega de Jalalabad y hace pocos meses que entró en el Ejército, no sale de la base y no conoce a sus colegas locales, “muchos de ellos se hacen llamar mulás, pero son falsos hombres de fé que se dedican a predicar el mal”, asegura este hombre mientras invita al extranjero a sentarse a la sombra de la tejavana que cubre su humilde templo.

Hay que rezar mucho para adentrase en el valle, especialmente si hay que viajar en coche o camión. Se me hace eterno cada minuto que paso dentro de esos cacharros, al llegar al destino y soltarme el triple cinturón respiro. Aumenta el blindaje de los vehículos, se crea una unidad de investigación conjunta entre todos los aliados para compartir información sobre los artefactos, se aumenta el entrenamiento de las fuerzas antes de llegar… pero nada consigue frenar las bajas. A más blindaje, más explosivo. A más entrenamiento, nuevas fórmulas y emplazamientos para bombas trampa, a más patrulla a pie, más bombas con menos explosivo pero igual de letales. La respuesta de la insurgencia a las ofensivas de Helmand y Kandahar está muy clara.

TELEGRAMA DESDE ARGHANDAB. Hoy no se sale de la base porque hay grave amenaza de emboscada talibán. STOP. He dormido con forro polar y cerrado en el saco para soportar el aire acondicionado de la tienda. STOP. Los militares han recibido nuevos uniformes. STOP. Mañana tocan las pruebas de tiro semanales para el Ejército afgano con los nuevos M16, a ver qué puntería tienen. STOP. Me dicen desde la base de Kandahar que hay overbooking de periodistas para los empotramientos del verano en el sur de Afganistán… espero leerles a todos desde Zumaia beach. STOP. Que se preparen para un verano caliente.

El cigarro de la paz

“¿Y tú por qué no hablas pastún?”. Es la pregunta que los mayores de
Jalawar hacen a los soldados americanos antes de pedirles un cigarro.
Estos sonríen, sacan un Marlboro, y después de darle fuego le tocan la
barba. “Cool, man, very cool!” (guay, hombre, my guay), el viejillo,
antiguo muyahidín como el de la foto, aspira el humo y sonríe. Ha
visto caer a los rusos y no creo que tenga mucha confianza en estos
soldados veinteañeros que patrullan a pie bajo el zumbido de los
helicópteros que les dan cobertura aérea.

afg-cigarro

En Arghandab se está poniendo toda la carne en el asador. Este es el
lugar de pruebas de la nueva estrategia McChrystal
, el Dorado al que
Obama sueña traer la seguridad en un plazo de 18 meses, pero a pie de
calle se percibe que pese a los esfuerzos por parte americana y a los
progresos en la integración con las fuerzas afganas, el camino por
recorrer es enorme
.

Los rusos -las comparaciones son inevitables- intentaron tomar
Arghandab en 1982 y 1987 y, según los mandos americanos, perdieron
“decenas de miles de soldados”. Ni los muyahidines, ni los talibanes,
ni las tropas de la coalición han hecho mucho por estas aldeas desde
entonces
.  Los talibanes del siglo XXI no son los muyahidines del XX,
pero tienen algo muy importante a su favor que le falta a Occidente:
tiempo. Los vecinos lo tienen claro y por eso no tienen prisa a la
hora de responder a los extranjeros, ellos usan el mismo reloj que los
talibanes.

Los niños miran a los soldados y les piden bolígrafos, caramelos y
botellines de agua como en todo el mundo, pero cuando se sientan a
descansar un rato, se acercan y les piden también que se conviertan al
Islam
. Las mujeres no existen.  Los talibanes llevaron a Kabul la vida
en esta parte del país y por eso se dio a conocer en todo el mundo,
pero aquí siguen viviendo como entonces y las normas que rigen son las
que marcan la mezcla entre religión y tradición que obedecen las
tribus pastunas. El gobierno de Kabul es una anécdota que se olvida en
el mismo momento que el Marlboro se consume en los labios del
viejecillo de barba blanca.

TELEGRAMA DESDE ARGHANDAB. He dejado Tanys y he vuelto a la base de
Terranova. STOP. Mi teléfono ha muerto tras tener que cruzar el canal
para evitar un puente de madera, lo llevaba en el bolsillo y me cubría
hasta la cintura. STOP. Jamás había visto tanto tatuaje junto. STOP.
Soy el padre de todos los soldados. STOP. No hay mujeres soldado en la
línea del frente. STOP. Mi casco blanco lo he tenido que pintar de
verde
por seguridad de la patrulla.

A la caza del talibán

Ocho de la mañana. Los hombres de la base Tynes vuelven al lugar de
los hechos, a la zona donde ayer les colocaron un IED (artefacto
explosivo improvisado)
para investigar el suceso. En lugar de ir por la
misma ruta, inician un recorrido alternativo por los huertos y canales
que rodean a la base, un terreno menos favorable para la colocación de
artefactos. El objetivo es hablar con el mulá local y preguntarle si
sabe algo ya que la bomba se colocó en la misma puerta de su mezquita.
Después de una hora de caminata –para cubrir un recorrido de no más de
quince minutos en línea recta- los soldados llegan a la puerta del
mulá, pero la encuentran cerrada con un candado
. Piensan echarla
abajo, pero esperan y a los pocos minutos aparece el hombre que viene
de su huerto.

Patrulla norteamericana interrogando a un mulá en Arghandab (Mikel Ayestaran).

Patrulla norteamericana interrogando a un mulá en Arghandab (Mikel Ayestaran).

“Si me ven hablando con vosotros, si os digo algo, vendrán y me
matarán”
. El mulá tiene pocas dudas sobre quién tiene el auténtico
poder en Arghandab. Recibe a los americanos, habla con ellos, pero no
les da información que pueda llevar a ninguna detención. Confiesa, por
primera vez en los últimos seis meses, que los talibanes han impuesto
un toque de queda en la aldea
y que nadie puede estar en la calle más
tarde de las nueve. El líder de la patrulla, Christopher Farrington,
toma nota de cada palabra gracias a su traductor y se muestra
contundente. “Si venimos por tanto a partir de esa hora podemos
detener a cualquiera que no respete el toque de queda porque se
tratará de una talibán, ¿no?”
. El mulá está muerto de miedo y matiza
sus palabras, ruega a los americanos que no vengan por la noche, pero
estos lo tienen claro. La bomba de ayer tenía potencia para matar a
cuatro hombres
y no van a tolerar que vuelva a ocurrir algo así a las
puertas de la base.

Mientras el mulá lamenta la bomba colocada la víspera, un vecino que
viaja a bordo de un motocarro con sus dos mujeres y cuatro hijos es
retenido por la patrulla americana por llevar un artefacto sospechoso
en su salwar kamize. Se trata de una especie de walkie talkie que él
dice que es de su hijo y que los americanos piensan puede ser una
herramienta utilizada para activar un IED a control remoto
. La
confusión le obliga a permanecer cerca de cuarenta minutos sentado
junto a una pared y respondiendo a las preguntas de la patrulla. El
mulá asegura que está limpio y que no es más que un comerciante.
Farrington pide permiso para llevarle a la base y someterle a un
interrogatorio, pero finalmente se opta por dejarle marchar y
convocarle a una reunión por la tarde en las dependencias de la
policía afgana.

Tres horas después se inicia el regreso a Tanys por otro camino
alternativo. El objetivo es no usar nunca las rutas normales. Esta vez
caminamos por huertos de rosales, trigales y viñedos entre los que se
cuela alguna planta de opio perezosa
. Los agentes de la Policía que
acompañan a los americanos aprovechan la patrulla para cortar rosas y
decorar sus Ak-47. Vuelta a los sacos terreros, vuelta a este pequeño
pedazo de Estados Unidos en mitad de Arghandab
.

Los Humvees a la reserva

El helicóptero de las 4.30 de la mañana terminó saliendo pasadas las diez. Treinta minutos de vuelo táctico en el aire y se llega a la Arghandab Central District, la base central que los americanos han levantado en lo alto del valle. Los Chinook apenas paran unos minutos, el tiempo justo para dejar a los pasajeros y descargar. Luego se elevan con potencia y se pierden en el fondo del valle.

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Un entramado de once bases se extiende en la que es considerada como la puerta principal a Kandahar. Las primeras unidades llegaron el pasado diciembre y en estos primeros meses han sufrido 9 bajas y 26 heridos graves, la mayor parte a causa de IEDs (artefactos caseros improvisados). El elevado número de incidentes ha hecho que se retiren los Humvees de las patrullas y sólo se circule en camiones blindados.

Las emboscadas con RPG son menos comunes, aunque la semana pasada sufrieron una.

En sólo seis meses parece que los resultados son buenos y la OTAN empieza a vender Arghandab como ejemplo de gobernabilidad. El gobernador local tiene su oficina a las puertas de la base americana y aquí se celebran las shuras (consejos) semanales. La coordinación entre fuerzas de seguridad afganas y americanas también parece que va por buen camino… se trata de una especie de laboratorio en el que se ha puesto en marcha de forma rigurosa la nueva doctrina McChrystal que intenta dar un giro a la situación de seguridad.

Las condiciones de vida no son fáciles, aunque los soldados aseguran que han mejorado en los últimos días con la llegada de los servicios y las duchas. El 508 Regimiento Paracaidista termina su misión en agosto y los mandos están satisfechos con el trabajo logrado. En unas horas debo dejar esta base para llegar a mi destino final con la compañía Charlie al otro lado del valle, una pequeña base con una treintena de americanos que fueron los que más resistencia insurgente se encontraron en invierno. Actividad que va remitiendo, pero que no ha desaparecido y por ello aquí nadie baja la guardia.

Vuelve el Capitán América

Segundo día de ‘mili’ en la base aérea de Kandahar. Me acaban de comunicar que mi Chinook sale mañana a las 4.15 de la mañana rumbo al valle de Arghandab. Cambiaré el helicóptero americano por los viejos M17 rusos en los que los pilotos estadounidenses entrenan a los afganos. Unos afganos que seguro no se paran a leer las historias del ‘nuevo’ Capitán América que se ofrecen de forma gratuíta en el interior de la base, el héroe de Marvel regresa para luchar en Afganistán… toda ayuda será poca para vencer esta guerra.

Portada del cómic del Capitán América en Afganistán (Marvel).

Hay mucho movimiento de tropas en el sur, se nota que se avecina una
fuerte ofensiva
y tanto el Ejército Nacional Afgano como la OTAN
mueven sus comodines por las provincias de Helmand y Kandahar, lugar
en el que se desarrollará la próxima gran ofensiva según desveló hace
meses el general McChrystal. Los primeros pasos ya se están llevando a
cabo y precisamente por eso vamos a Arghandab, la auténtica puerta a
la capital kandaharí. “Quien toma Arghandab, toma Kandahar”, se puede
leer en diferentes libros de historia. La OTAN parece tomarse en serio
esta máxima y por eso ha reforzado este valle con una decena de bases.

captamerica2He volado de Kandahar a Lashkar Gah. Pilotos afganos y americanos mano
a mano llevando las cafeteras rusas repletas de soldados con cara de
miedo. En Helmand saben lo que les espera y no les hace mucha gracia.
“La gran mayoría son del norte, apenas tenemos reclutas pastunes”,
apunta uno de los oficiales cuando se le pregunta por el origen de la
tropa. En menos de una hora se cubre este recorrido entre dos de los
puntos más calientes del país, cincuenta minutos de vuelo a baja
altura y con la única protección de dos metralletas PK rusas
. “Esto es
un vuelo afgano y nosotros usamos el material que ellos usan”, asegura
un capitán americano que indica que su máxima aportación al aparato es
el GPS. Un auténtico ‘embed’ a la afgana en el que los estadounidenses tratan de reciclar a decenas de pilotos afganos que llevaban años retirados de la profesión.