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Los egipcios toman las pirámides

Datos del viaje: Recorrido por las pirámides de Saqqara y Giza / Duración: cuatro horas / Precio taxi: 240 libras (30 euros) / Entrada a Giza: 60 libras (7,5 euros) / Comida en barco flotante sobre el Nilo: 134 libras (16 euros)

“Está cerrado, no se puede pasar”. Un agente de la Policía de Turismo prohíbe el paso a la pirámide escalonada de Saqqara. Abandonada y entre andamios, la soledad de esta tumba construida 3000 años antes de Cristo significa el vacío absoluto en una zona próxima a El Cairo, veinte kilómetros, habitualmente atestada de turistas. Cafeterías y tiendas de alfombras vieron a sus últimos clientes el pasado 24 de enero. Con el estallido de la revolución un millón de turistas abandonaron el país y se llevaron con ellos las divisas que mueven gran parte de la economía egipcia. Según los datos oficiales, el turismo emplea de forma directa a cuatro millones de egipcios y supone alrededor del diez por ciento del producto interior bruto. Cinco libras (0,60 euros) hacen cambiar de opinión al agente que amablemente sube la barrera y permite el acceso hasta una posición desde la que se puede tomar una fotografía, “no siga más adelante porque el Ejército está desplegado tras la pirámide”, advierte. De poco ha servido este despliegue ya que parece que los ladrones de tumbas han podido llevarse relieves de gran valor en los últimos días.

Hacemos la foto de rigor y regresamos a El Cairo por una carretera estrecha paralela a un canal del Nilo repleto de basura. “Es la primera vez en mi vida que no veo un solo autobús en esta ruta”, repite el taxista que conduce entre camellos, carros tirados por burros y furgonetas colectivas. Nos dirigimos a las pirámides de Giza, abiertas al público esta semana. Según nos vamos aproximando, las pirámides sobresalen soberbias entre los bloques de casas que llegan hasta las puertas del auténtico icono del país. El momento de placer visual dura poco porque un grupo de vándalos comienza a golpear el taxi. Saber, ex combatiente de la guerra del Sinaí y ex boxeador, se contiene, pero les grita con furia y teme por el futuro de su Hyundai. Más y más jóvenes se cruzan en nuestro camino con palos y fustas, se suben al capó y gritan al conductor que pare inmediatamente. “¡El extranjero para nosotros!”, “¡tenemos que vivir!” gritan una y otra vez. La Policía de turismo observa el espectáculo, pero no toma cartas en el asunto. Un ejército de camelleros en paro durante dos semanas trata ahora de recuperar el tiempo perdido.

“Sucios sicarios”, farfulla mi traductor que no olvida que fue esta misma gente la que irrumpió con sus animales en la plaza de Tahrir el pasado 4 de febrero para intentar echar a golpes a los manifestantes anti Mubarak. El parking de las pirámides, vacío. Ni una persona en la ventanilla para comprar billetes y de los seis tornos de entrada, sólo uno abierto. “Sólo egipcios, eres el primer extranjero del día”, dicen las señoritas al control de la máquina de rayos que revisa las mochilas. Tampoco dura mucho la idea placentera de poder visitar las pirámides casi en solitario. No hay turistas, pero el número de vendedores de recuerdos es el mismo de siempre y se abalanzan sobre la única presa del día rebajando los precios segundo a segundo. Conjunto de las tres pirámides y esfinge en piedra, “very fantastic mister”, por 5 libras (0,60 euros), lo mismo en plástico por 2 (0,25 euros). Gatos de madera por 35 libras (4,3 euros), que en apenas cuatro pasos ya bajan a 10 (1,25 euros). Tras superar este primer filtro llega el turno de los camelleros.

Todo esto antes de poder respirar, mirar al frente y decir hola a la pirámide de Keops. En su base familias egipcias hacen picnic, “ahora las pirámides son nuestras y podemos venir toda la familia”, bromean al ver un extranjero. Me ofrecen Pepsi y me piden que me siente con ellos, a salvo de vendedores y camelleros, pero sigo hasta la pirámide de Kefrén, la que conserva algo de revestimiento original en su parte superior, mucho más tranquila. Adel espera allí tranquilo con su camello ‘Maradona’ a la sombra de miles de años de historia. “Me quiero hacer una foto con su camello”, le digo para romper el hielo. Suelto 10 libras (1,25 euros)  y el hombre pone en pie a Maradona que protesta por el esfuerzo. Nada de fotos, lo que quiero es que me cuente si fue a Tahrir a repartir palos o no. “El líder del Partido Democrático en Giza nos juntó a todos y nos ofreció dinero y promesas de mejores condiciones de trabajo a cambio de ir a Tahrir, pero yo me negué”, asegura. Cuatro de sus compañeros permanecen entre rejas por un ataque por el que el partido del régimen pagó entre 500 y 1000 libras (de 62 a 134 euros) a cada sicario. Adel dice no saber mucho más así que le dejamos con su camello y ponemos rumbo a la esfinge, junto a la puerta de salida. Tan sola como el resto de monumentos.

La mañana turística concluye con una visita al Instituto de Papiros Mena y una comida sobre el Nilo en el Happy Dolphin, un restaurante flotante con capacidad para 1500 comensales en el que estamos 14. Cuatro de la tarde, hora de volver al hotel. En la recepción, restaurante y cafetería un ejército de jóvenes me saluda y miran a la puerta como esperando ver entrar un grupo de turistas de un momento a otro. Pero no hay turistas. De momento solo los egipcios están disfrutando de su nueva era.

Viaje a la cuna de la revolución egipcia

Datos: Viaje en el tren ‘español’ / Duración: 2 horas y 20 minutos / Precio: 100 Libras Egipcias (LE) ida y vuelta en primera clase (12 euros)

Cualquier viaje en tren en Egipto empieza 24 horas antes. Hay que acercarse a la estación Ramsés del centro de la capital, si se usa el metro la parada se llama ‘Mubarak’, y comprar los billetes con adelanto porque los trenes van llenos, especialmente ‘el español’ que cubre la línea que une El Cairo y Alejandría. Caminamos sobre tablas de madera y rodeados de andamios para acercarnos al vagón número uno en medio de una estación que tras más de cien años de servicio se encuentra en pleno proceso de reformas. El asiento es el 38, ventana. La imagen interior no tiene nada que ver con el coche azul marino mugriento, sucio y dejado que se ve desde fuera. Decorados en tonos azules y con el logotipo de la compañía nacional de ferrocarriles en las cortinas de las ventanas, los asientos son los de un avión en busines class de los años setenta.

“Le llaman ‘el español’ por el diseño interior, nada más. Hay otro que es el francés porque sigue más la línea de los trenes de ese país”, responde el revisor que pasa pidiendo billetes a los pocos minutos de partir. Salimos puntuales, las nueve de la mañana. Un tren larguísimo se despereza entre casas de adobe y ladrillo rojo que amenazan con caer sobre las vías. También se ven algunos ‘bloques’, esos rectángulos de cemento horribles de cuatro alturas con pequeñas ventanas en los que miles de personas viven como abejas. Tras veinte minutos a marcha reducida abandonamos la capital para adentrarnos en zona agrícola. Amr y Mohamed, como el resto de pasajeros, devoran periódicos. Apenas se ven ejemplares de la antigua cabecera oficial del régimen, ‘Ahram’, la gente lee ahora ‘Shrouk’ y ‘Al Masry Al Youm’, los dos altavoces de la oposición durante los últimos años que desde el primer día informaron al detalle sobre las revueltas en Tahrir y el resto del país. “La noticia del día son los escándalos económicos de la gente del partido (en relación al Partido Nacional Democrático dirigido por Mubarak), creo que muchos van a pasar por la Justicia. El patrimonio de los dirigentes era tabú hasta ahora”, piensa Amr, fiscal del estado que viaja a Alejandría a pasar el día y visitar el lugar donde empezó todo.

A las 9 horas y 42 minutos llega el servicio de té, café y refrescos. Un camarero impecable pasea su carrito por el pasillo y sirve las bebidas. A diferencia de las compañías aéreas de bajo coste europeas en las que casi te obligan a pagar antes de pedir, aquí primero se consume y después de un buen rato el hombre pasa de nuevo a cobrar. El tren camina con suavidad sobre los raíles a una velocidad que permite admirar el paisaje. Mujeres y niños limpian cacharros de cocina en el Nilo y las madres, de paso, dan un buen remojo a los pequeños. El agua parece fría, pero los niños no rechistan. Al pasajero de la fila 36 no le interesa porque va enfrascado en su iPad leyendo una columna de opinión cuya tesis es “como los musulmanes vamos a la Meca para el hajj, a partir de ahora iremos a Tahrir cuando queramos libertad”.

A las 11.24 el tren llega a su destino. Llegamos a la ciudad en la que los taxis son de la marca rusa Lada y están pintados de negro y amarillo. El primero nos lleva hasta el barrio Cleopatra, en pleno malecón. El conductor asegura que se trata de un Lada 2107 comprado hace cuatro años, pero parece que tiene cuarenta y es que los rusos no han variado apenas el diseño en décadas. Diez minutos después estamos en el número 47 de la calle Yubaset, la casa del primer mártir de la revolución, Khaled Said.

La muerte de este joven de 28 años el pasado 6 de junio a manos de la Policía fue el germen de unas protestas que explotaron finalmente el 25 de enero y acabaron con la dimisión de Mubarak 18 días después. Su madre acaba de llegar de El Cairo y no tiene fuerzas para hablar. Vamos hasta el cibercafé SpaceNet en el que estaba Khaled cuando los agentes le detuvieron. Hasan Mesbah, dueño del local y padre del yudoca del mismo nombre que ganó la medalla de bronce en los juegos de Pekín, le recuerda como “un buen chico, introvertido y apasionado de los chats y la música. Últimamente venía menos por aquí porque había puesto internet en casa, pero de vez en cuando seguía visitándonos”.

Narra con detalle cómo a pocos metros de donde estamos sentados los dos agentes golpearon varias veces su cabeza contra la pared. Luego lo llevaron al portal de al lado, junto a la peluquería, y lo remataron. Minutos después arrojaron su cuerpo muerto a la calle. Su muerte fue llevada inmediatamente a Internet a través del grupo de Facebook Kullum Khaled Said, Todos somos Khaled Said, y despertó el sentimiento de los egipcios de la necesidad de luchar contra la impunidad y la injusticia.

Con el relato del asesinato de Khaled -mejor no consultar las imágenes de su cuerpo muerto tras el linchamiento colgadas en la red- en nuestras mentes cogemos un nuevo Lada hasta la mezquita de Khad Ibrahim (10 libras, incluida una breve parada en la biblioteca que está de camino, 1,2 euros). La plaza frente al templo fue el equivalente a Tahrir en la segunda ciudad del país. Vendedores de banderas nacionales estratégicamente situados comparten acera con grupos de jóvenes voluntarios que, como en El Cairo, limpian la calle, pintan bordillos y plantan árboles para devolver al lugar su aspecto original. “Hemos ganado y ya podemos decir que la revolución ha terminado, es hora de trabajar a favor de la nueva era”, señala en un perfecto inglés Mohamed, estudiante de ingeniería de 21 años. Como en la capital, la unión entre estos jóvenes preparados y unidos por Facebook y Twitter con las clases más desfavorecidas ha formado una mezcla letal para el régimen en Alejandría.

Último Lada para llegar al restaurante de pescado Shaban. Vacío. Gunim nos sirve ‘buri’ a la parrilla (40 libras el kilo, 5 euros) y ‘denis’ frito (40 libras el kilo) acompañados de gambas (90 libras el kilo, 11 euros). Todo regado con Seven Up y té. Comemos en total por 60 libras cada uno (7,5 euros al cambio) y en el cuarto Lada del día volamos hacia la estación para regresar a El Cairo. ‘El español’ espera en la vía a los pasajeros. A las cinco en punto suena la campana del andén e iniciamos el camino de vuelta. Adiós Khaled Said, adiós Alejandría. El nuevo Egipto os debe mucho.

En casa de Mubarak

Datos del viaje: dos horas y media en taxi desde El Cairo / Precio: 280 libras egipcias (35 euros al cambio)

La provincia de Minufiya es patria de presidentes. Allí nacieron Anuar El Sadat y Hosni Mubarak. Salimos de El Cairo en dirección a Kfar-El Meselha para visitar el pueblo del último rais. Enfilamos por la carretera nacional y tras salir de la capital comienza el rosario de pequeños pueblos agrícolas del Delta del Nilo. Una carretera infernal que se abre paso entre casas de ladrillo y adobe. A derecha e izquierda campos de trigo y patata. Siguiendo en paralelo el curso del Nilo entramos en Bagur bajo un gran arco con la foto del ex presidente Mubarak dándonos la bienvenida. A su lado el cacique local, Kamal Al Shazli, mano derecha del rais y dirigente destacado del partido del régimen fallecido en noviembre del pasado año. En cada rotonda el rostro de Mubarak sigue presidiendo el tráfico rodado. Aquí nada parece haber cambiado.

A la salida de Bagur recogemos a un vecino que espera el autobús hacia Kfar-El Meselha. Se llama Abda Raboli y trabaja en el campo, como la mayor parte de hombres y mujeres en la provincia de Minufiya. “Desde que empezó la revolución la gente se ha vuelto loca y aprovecha el caos administrativo para construir sin permisos, nos vamos a quedar sin superficie de cultivo”, lamenta antes de asegurar que “no soy un seguidor de Mubarak, pero me da pena la forma que han tenido de echarle. Se merecía una salida más digna”.

Tras cruzar el Nilo entramos en las calles sin asfaltar de la aldea natal del rais. Abda nos acompaña hasta la escuela de educación primaria donde cursó sus primeros estudios. El centro parece parado en los años treinta y los pupitres son los mismos que ocupó el entonces joven Hosni. “Tenemos 250 alumnos, pero desde hace dos semanas no hay clase, esperamos empezar la próxima semana”, confiesa la directora mientras nos sirve té y discute con otras profesoras la salida del poder de Mubarak. Una foto del ex presidente con 52 años preside el aula. “No la vamos a quitar hasta que lo ordene el ministro de Educación”, responden al unísono las maestras que tienen sensaciones contradictorias. “Era la única solución posible porque si hubiera seguido algo terrible les podía haber pasado a los miles de jóvenes de Tahrir”, piensa una de ellas. “Pero no son formas, este hombre ha dado los últimos sesenta años de su vida al país·, reflexiona otra compañera.

Sin acabar el té suena el teléfono y la directora anuncia que en breve llegará alguien de seguridad y que le han advertido por teléfono que no podemos tomar fotos ni grabar imágenes. El agente se persona inmediatamente y tras pedir las acreditaciones nos informa que necesitamos una serie interminable de permisos para seguir con la entrevista. “No han cambiado el chip, es la misma forma de pensar que durante el régimen y la gente sigue llamando a la Policía si ve un extranjero, piensan que todos sois espías de Israel”, lamenta mi traductor.

Dejamos la escuela y en apenas dos minutos caminando entre el polvo llegamos al número tres de la calle Abdulaziz Basha Fahmi, la casa de los abuelos del rais. “El nació en un establo que estaba frente a la casa. Tenía una dependencia para animales y otra para la familia”, asegura un anciano mientras señala a un edificio de tres plantas que ocupa el lugar del antiguo establo. En la casa de la familia Mubarak vive desde hace dos décadas la familia Bekir, que paga un alquiler de quinientas libras al mes, 62 euros al cambio. Tienen miedo de hablar con la prensa. Hussein Omar, residente en el número cuatro de la misma calle, sí quiere contar que “nací aquí hace 45 años y juro que desde el año 1973 Mubarak nunca ha vuelto a pisar este pueblo. No disfrutamos de un trato especial porque hubiera nacido aquí, todo lo contrario porque aquí nos faltan los servicios mínimos”, se queja amargamente.

La multitud se agolpa a las puertas de la casa de Hussein. Aquí no es habitual ver extranjeros. En Kfar-El Meselha no sienten una especial atracción por su ilustre vecino, pero tampoco echaron cohetes con su salida. Es el sentir general en el gran Egipto rural y conservador, otro mundo paralelo al caos urbanita.

La caída de mi Mubarak

Fue lo primero que hice cuando volví al hotel. Me acerqué a la recepción y miré a la parte izquierda del mostrador. Allí estaba. Con su media sonrisa, el pelo impecable y con esa luz en la parte superior que le daba un aire barroco. Habían pasado cinco horas del anuncio de su dimisión, pero Hosni permanecía en las paredes. Daba la impresión que la gente no terminaba de creerse lo que había pasado, que aun había miedo a que todo fuera un bulo más de los que habitualmente retransmitía la televisión egipcia, un montaje de ida y vuelta para probar la lealtad del pueblo.

Por la mañana no he tardado un minuto en rendirle visita. Ya no estaba. Lo único que queda de Hosni es la diferencia de tonos en la pared. Se dibuja perfectamente el contorno del enorme rectángulo que ocupaba la foto del rais, ahora blanco inmaculado frente al tono amarillento del resto de la pared.

No viví la caída de Sadám. Mientras su estatua caía yo hacía diagramación en mi mesa de El Diario Vasco y me moría de envidia. Pude informar de la caída de Musharraf en primera persona, llegué a Túnez dos días después de la salida de Ben Ali y estos días he llorado de emoción junto a mi traductor y guía espiritual, Mustafá, la caída de Mubarak. Me he dado cuenta de que no hay formato periodístico que pueda de verdad reflejar lo que esto supone. O quizás me falte arte. O quizás es que estas cosas es mejor quedárselas para uno mismo. Estaba a punto de empezar a comer el jueves en un callejón próximo a Tahrir cuando el vicepresidente Suleyman apareció en pantalla y anunció la caída del régimen. El grito de Alá Akbar que salió de la boca, los ojos y el estómago de Mustafá es irrepetible. Jamás mis oídos habían percibido este tipo de alarido, un grito de dolor y placer, un impacto directo en mi cara de ‘periodista de conflictos’ que paga su hipoteca gracias a las desgracias de esta gente que ha sufrido la mitad de su vida.

Entré en radios, hice directos para televisión, grabé el momento para hacer un vídeo -y  mi cámara salió seriamente dañada, quizás más acostumbrada a las desgracias que a las alegrías-, escribí una crónica para el periódico desde la mismísima plaza a la luz de una farola… ahora lo repaso todo y me doy cuenta de que el trabajo no refleja ni una mínima parte de todo lo que me pasó por el corazón en esos momentos.

“¿Dónde habéis dejado el retrato?” He preguntado al tipo de la recepción. “No lo sé, cuando he llegado ya no estaba”, me ha respondido antes de perderse en el fondo del mostrador. Mañana voy a ver si alguien me explica el paradero de esos ojos que durante treinta años han sido una especie de Gran Hermano que todo lo controlaba en esta recepción.

Las madres de los mártires

Mubarak no se va. Las que ya no están son las al menos trescientas personas que han perdido la vida desde el inicio de la revolución. Hoy es su día, la jornada en la que millones de egipcios rezan por los mártires de la protesta. Newell acudió a Tahrir anoche junto a sus cuatro hijas para registrar a su pequeño Ahmed en la lista de fallecidos. “La Policía lo mató de un disparo el pasado día 28. Le pedí que no saliera a la calle, pero no me hizo caso. Voló escaleras abajo con sus amigos. Fue la última vez que le vimos con vida”.

Ahmed tenía 23 años y trabajaba como  profesor ayudante en la universidad. Nunca había tenido especial inquietud política, pero no dudó a la hora de echarse a las calles de su barrio, Maadi, donde las fuerzas del orden emplearon fuego real. “Vengo aquí a pedir justicia, a pedir la cabeza del ministro de Interior que dio la orden de asesinar a civiles. Vengo aquí a pedir justicia porque el hospital más próximo se negó a atender a los heridos esa mañana”, reclama esta madre a gritos entre la multitud que colapsa Tahrir. Lleva la foto de su hijo en la mano, pronto será uno más de la larga lista de imágenes que presiden el epicentro de la protesta desde hace varias jornadas.

Mubarak tuvo unas palabras para ellos. Aseguró que “su sangre no ha corrido en vano”, pero no es consuelo para unas familias que exigen su dimisión porque le ven como el principal causante de la represión. “Lo sabe todo, es quien manda y toma decisiones, por tanto es el responsable último de todo lo que hemos sufrido en las últimas semanas”, opina Naweel antes de perderse entre una masa dolida y enfadada por la cerrazón del octogenario presidente.

¿Sucesor de Mubarak?

Se quita las gafas para poder ver el vídeo que un hombre le quiere mostrar en su teléfono móvil. Se trata de un parlamentario egipcio pagando a un sicario para que vaya a Tahrir a causar problemas a los manifestantes. Se seca el sudor de la frente y pide al ciudadano que le envíe el documento. Los días no tienen suficientes horas para Ayman Nour (Mansoura, 1964), trata de recuperar cada segundo que pasó en la cárcel y dedica toda su energía a “pedir al pueblo resistencia. Cada día que permanecemos en Tahrir es una batalla ganada en esta guerra por la democracia”.

Este abogado formaba parte del Parlamento como diputado independiente hasta que en 2004 decidió crear el partido político El Ghad (mañana, en árabe) para ganarse el voto liberal de la población. El partido recibió el visto bueno de las autoridades después de tres intentos y despertó expectación entre los opositores al régimen. Fue la antesala de su salto a la arena presidencial, un salto que le costó la cárcel por la acusación de haber falsificado firmas para obtener la licencia de la formación, algo que él califica de una invención del régimen para quitarle del medio. La presión internacional permitió retrasar el juicio hasta después de las elecciones presidenciales de 2005 en las que obtuvo el siete por ciento de los votos, muy lejos del 89 por ciento de Mubarak, según unos datos oficiales que nadie terminó de creerse por la falta de observadores independientes. Tras los comicios fue juzgado y llevado a prisión. Quedó en libertad en 2009.

“Nosotros rechazamos cualquier tipo de negociación con este régimen, como fuerza de la oposición nos oponemos a esta farsa de conversaciones que no llevan a ninguna parte”, afirma con rotundidad antes de mostrar dejar clara su intención de volver a participar en los comicios del próximo mes de septiembre. Nour repasa las últimas semanas y reflexiona en voz alta sobre “la positiva actitud de los países de la Unión Europea, frente a la nulidad de Estados Unidos”. No quiere ver una transición liderada por Mubarak, tampoco se fía del vicepresidente Suleyman y piensa que “es cuestión de días, como mucho una semana”, por lo que cada vez que puede procura acercarse a la plaza a animar a los cientos de miles de manifestantes que desde el pasado 25 de enero piden la dimisión del presidente.

“¡Egipcios, despertad!”

Primer control, militares que piden documentación y advierten por primera vez a la prensa internacional desde el inicio de las revueltas que debe pasarse por el ministerio de Información a obtener la acreditación pertinente. Segundo control, voluntarios de la oposición que amablemente vuelven a pedir pasaportes y revisan mochilas y bolsas. Tercer control, un grupo de espontáneos forma un pasillo humano para dar la bienvenida a los manifestantes al ritmo del oud, el laúd árabe, que se ha convertido en la auténtica banda sonora de esta revolución. «¡Bienvenidos revolucionarios, bienvenidos todos!», cantan y aplauden al paso de la multitud que como cada día se da cita en la plaza Tahrir.

Tras unas primeras jornadas a base de eslóganes y gritos, la canción protesta ha ido poco a poco asentándose en la revolución cairota. Mohamed Abu Eiezz y Fedi Mikhail se alejan de las tiendas de campaña en las que viven desde el inicio de la revuelta para ensayar un tema titulado «La fiesta de la libertad». Mohamed tiene 31 años y ha aparcado por unos días su consulta de Cardiología para entregarse a la revolución. Escribe poemas para que su amigo Fedi los cante y se muestra convencido de que «ya nada volverá a ser igual, el sistema va a cambiar de una vez y debemos estar muy alegres por ello».

«Egipcios, despertad. Egipcios, venid a celebrar esta fiesta. Egipcios, despertad», recita Fedi acompañado de su oud. Decenas de personas forman un círculo en torno al artista y rompen a aplaudir cuando termina. «Es el mejor público del mundo», asegura Fedi, miembro de un grupo llamado Lel Niain con el que se suele juntar por la tardes para tocar en una plaza abarrotada. Son las dos caras de la protesta. Por la mañana se puede ver el asfalto, pero con el paso de las horas y especialmente cuando la gente termina su jornada laboral, una alfombra humana cubre el lugar y no lo abandona hasta bien entrada la noche. Entonces sólo el núcleo más duro, el que vive en tiendas de campaña, permanece firme para recordar a la cúpula del régimen que la protesta no se duerme. Nada que ver con la realidad que transmiten los medios de comunicación oficiales que hablan de «una asistencia media de unos tres mil manifestantes antigubernamentales pagados por el régimen iraní».

Junto a los cantautores, algunos raperos también hacen su aparición ante un público de lo más diverso. Entre discurso y discurso político -los Hermanos Musulmanes disponen de un equipo de sonido para que los oradores pudieran dirigirse a la masa- algunos jóvenes raperos se suben a la barandilla que hace de escenario para rimar al ritmo de «Erhal, Mubarak» (fuera Mubarak, en árabe), el eslogan más popular de la revuelta, el equivalente al «RCD, degage!» tunecino (RCD, partido del ex dictador Ben Alí, fuera). Egipcios de todas las edades y condiciones sociales imaginables bailan de felicidad. No importa sin el que canta es famoso o no, importa su mensaje.

El azote del régimen

Hamdi Kandil no se calla. Nunca lo ha hecho y ahora menos. El periodista egipcio acude a la plaza de Tahrir para pedir a los manifestantes que sigan resistiendo. Sabe de lo que habla. Ha pagado un precio muy alto en su carrera y en su vida personal por luchar contra este sistema y por fin empieza a recoger sus frutos. “Estamos viviendo días históricos, esto es el fin de la dictadura“, asegura mientras se agarra con fuerza al brazo de su esposa, la conocida actriz Naghlaa Fathi. Se dirige a la masa como un gran líder. La gente le respeta, la gente le cree, algo que no ocurre con la mayor parte de periodistas del país y algunos incluso le ven como el próximo ministro de Información del Egipto democrático.

“Cristianos y musulmanes de la mano. Pobres y ricos unidos. Es impresionante, esta es la revolución de todo un pueblo y no podemos dejar que se apague”, señala el controvertido periodista al que le cuesta abrirse paso entre una multitud que le saluda y le anima a seguir con su trabajo.

Su carrera está marcada por la censura. En 2003 tuvo que hacer las maletas y emigrar a Dubai debido a sus feroces críticas contra la invasión americana de Irak. Sus análisis  sobre la situación política de Oriente Medio y los ataques a las dictaduras árabes le llevaron hasta Dubai donde permaneció cuatro años al frente de ‘Qalam Rosas’. El talk show también terminó enojando a las autoridades de Emiratos y Kandil, tras rechazar una oferta de Al Manar, propiedad de Hizbolá, se desplazó a Libia. Pero en un periodo récord las autoridades de este país decidieron suspender su programa y regresó a Egipto donde es el portavoz de la Asociación Nacional por el Cambio, partido de la oposición, y colabora con varios diarios como Al-Shuruq. Precisamente un artículo publicado en este periódico le llevó ante la Justicia ya que el ministro de Exteriores, Ahmed Aboul Gheit, le acusó de “difamación”.

Dimisión y justicia

“Dejé mi cargo en el ministerio de Comunicación en noviembre y pasé a la empresa privada. Era un opositor en la misma cúpula del aparato y no era nada fácil, pero pude salir de forma pacífica”. Hazem -nombre ficticio de este ex alto cargo del régimen que prefiere mantener el anonimato- repasa mentalmente los últimos meses y no termina de creerse que todo haya ido tan rápido. Forma parte de esa élite de funcionarios que tras toda una vida dedicada al sistema han podido romper la atadura del funcionariado y abrirse paso en otros mercados. Libre de sus compromisos oficiales y laborales debido a la huelga indefinida que vive el país lleva desde el día 25 en la plaza Tahrir y es de los que no piensa moverse hasta que dimita el presidente, “no aceptaremos otro escenario, es el momento del cambio y no hay vuelta atrás”.

Como ex responsable del ministerio de Comunicación censura la decisión de las autoridades de cortar la conexión de Internet durante varios días, “lo hicieron porque tenían miedo de mostrar al mundo lo que ocurría, pero era tarde. No se dan cuenta de que todo este tipo de órdenes repercuten negativamente sobre su propia imagen“. Al corte de Internet el régimen sumó el de los teléfonos móviles -las compañías tuvieron que acatar las órdenes del gobierno porque estaba en juego “la seguridad nacional”-  que “sólo logró enfadar aun más a los ciudadanos”. A diferencia de las protestas en otras ciudades, en El Cairo todo el mundo sabe que el pulso al régimen se juega en la plaza de Tahrir, así que no es necesario andar movilizando a nadie”, asegura antes de advertir que “por ahora pedimos la dimisión, pero más tarde exigiremos que sea llevado ante la Justicia para que pague por sus crímenes”.

Es una opinión compartida en el corazón de una protesta que ya lleva doce días desafiando a la persona que ha dirigido el país durante los últimos treinta años. Ayer sus partidarios desaparecieron de la plaza Tahrir y la movilización discurrió de forma pacífica, pero el secretario general del Partido Nacional Democrático de Mubarak, Safwat Al-Sharif, advirtió que “se trata de una anécdota si se compara con el número real de seguidores del presidente, podríamos sacar a millones de personas a la calle si quisiéramos”. Según los medios de la oposición, “fue la maquinaria del partido la que llenó las calles de matones el miércoles y el jueves”.

Hazem no se cree las promesas de Mubarak. Después de treinta años en el poder no confía en su salida en un plazo de nueve meses, un sentimiento generalizado entre los participantes en una revuelta que mantiene su pulso al poder en lo más alto.

Primer documental de la revuelta egipcia

Desde el inicio de la revuelta Ahmed Abdala no se ha movido de la plaza de Tahrir de El Cairo. Acompañado de un grupo de amigos colocó dos tiendas de campaña y aprovechando una señal de tráfico colgó un cartel que reza ‘Centro de Comunicación’. “El objetivo es reunir todo el material posible sobre esta revolución. No importa el formato, cuantas más imágenes, mejor para elaborar un buen documental sobre estos hechos históricos”, asegura este director de cine nacido en Cairo en 1978 y con más de diez años de carrera a sus espaldas pese a su juventud.

Su primer largometraje, Microphone, se estrenó en treinta teatros de todo el país el pasado día 25. “Coincidió su puesta de largo con el viernes de la ira en el que prendió definitivamente la mecha de este movimiento anti Mubarak. No me importa que nadie la fuera a ver porque lo que está ocurriendo, lo que estamos viviendo es muchísimo más importante“, piensa Ahmed. Microphone recoge la escena cultural underground de Alejandría, la segunda ciudad más importante de Egipto y la crítica especializada la define como “poco convencional” y destaca su valentía a la hora de afrontar “temas políticos y religiosos”.

Del 25 al 28 fue brutal la respuesta de la Policía contra los manifestantes que permanecemos en la plaza Tahrir. Vi morir al menos a 17 personas con mis propios ojos. La gente está colaborando con todo tipo de archivos de imágenes captadas con cámaras y teléfonos móviles y en cuanto pueda hacer una selección intentaré pasársela a los medios y colgarla en la red. Lo primero es la difusión, mostrar la verdad de lo que está ocurriendo. Después será el momento de mi documental”.

La violenta irrupción de los seguidores de Mubarak tampoco le movió de la plaza. Sigue allí, como pudimos constatar por teléfono, junto al resto de profesionales egipcios comprometidos con el éxito de este Centro de Comunicación.