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SIRIA. Annan y la vía iraní

Llegó, vio y se largó. Los cinco meses de Kofi Annan como enviado de las Naciones Unidas y la Liga Árabe constatan el fracaso de la vía diplomática para resolver la crisis siria. Ya no queda espacio para la paz en un clima militarizado donde todos quieren arreglar el contencioso por la fuerza. Mientras todo el mundo aplaudía el plan de seis puntos presentados por el diplomático africano, sobre el terreno ocurría todo lo contrario. Al Assad recibía a Annan en su palacio para alabar las virtudes de su estrategia, de allí viajaba a Moscú y Pekín donde corroboraban el buen rollito, algo compartido en Washington y París. Loas estériles que no se creía nadie. “Estamos en Siria porque a alguien hay que echarle la culpa del fracaso”, me confesaba un funcionario de la ONU pocos días antes de la reducción a la mitad la presencia de los cascos azules y de la despedida de Annan, una gran verdad.

Un vehículo de la ONU en Siria. Foto: Mikel Ayestarán

Un vehículo de la ONU en Siria. Foto: Mikel Ayestarán

Annan habló de alto el fuego, pero cuando vio que era imposible centró sus esfuerzos en Irán. La república islámica es el único puente para llegar a los despachos de Moscú y Pekín que hacen de escudo diplomático al régimen de Al Assad. Un escudo que tumba cualquier resolución del Consejo de Seguridad y que obliga a sus socios permanentes a burlar los planes de paz para armar a la oposición. Porque si es cierto que Al Assad no ha retirado sus tanques y sus hombres han seguido con el uso sistemático de la violencia pese al plan de Annan, también lo es que Occidente y la Liga Árabe hablaban de paz con la boca pequeña mientras apostaban por la militarización de la oposición como única vía para derrocar al régimen. Como ocurriera en Irak tras la invasión de Estados Unidos, también en Siria el papel de Irán es fundamental, pero en este caso americanos y países del Golfo prefieren no invitarle a la mesa de negociación para no correr el riesgo de obtener un resultado como el iraquí, con un régimen post Sadam próximo a los ayatolás. Pero como entonces, aquí no hay solución sin Teherán como Annan vio claramente, pero nadie le hizo caso.

En medio de esta hipocresía que algunos llaman diplomacia el Premio Nobel de la Paz 2001 ha chapoteado durante cinco meses hasta poner el punto final. Ahora la ONU busca sustituto porque a alguien hay que seguir echando la culpa de esta crisis cuyo presente es sangriento y su futuro toda una amenaza para los supervivientes sirios y toda la región. Occidente vuelve a caer en los errores del pasado y se ha metido en un fregado sin una estrategia clara para el día después, un día que cada vez parece más próximo.

La impotencia de Karzai

KABUL. Las imágenes de los soldados orinando sobre cadáveres, las fotografías con símbolos nazis, la quema del Corán, la matanza de Kandahar… Todo en los primeros tres meses de 2012 ¿Qué será lo siguiente? Es la pregunta que se hacen los afganos de a pie que en el transcurso de los últimos once años han pasado de la esperanza de la llegada de la comunidad internacional a la desesperanza por un presente gris y un futuro negro. Hamid Karzai no quiere nuevos escándalos y por eso pidió al secretario de Defensa estadounidense, Leon Panetta, la salida de las fuerzas de combate de las zonas rurales.

Hasta el ‘comunista’ Najibulá es más popular que Karzai entre los suyos.

Hasta el ‘comunista’ Najibulá es más popular que Karzai entre los suyos.

La petición del presidente es un mensaje a las familias de los 16 civiles asesinados el pasado domingo en un distrito de Kandahar a manos de un militar estadounidense. Está previsto que en las próximas horas las víctimas lleguen a Kabul para recibir el pésame del presidente en primera persona. Han tenido que desplazarse hasta su palacio, hasta su búnker, el único lugar en el que sigue mandando un Karzai en plena cuenta atrás para el final del mandato y que, pese a todo el apoyo del mundo, no se ha ganado el respeto de los suyos, algo esencial en un país como Afganistán.

A efectos prácticos la petición de la salida de tropas de los núcleos rurales no supone un gran cambio porque la segunda fase de la transferencia de seguridad está muy avanzada y en mayo entrará en vigor la tercera y definitiva. 33.000 soldados de Estados Unidos ya están rumbo a casa, el resto de fuerzas de la coalición han empezado a replegarse de posiciones de combate avanzadas –España, por ejemplo, ya ha comenzado el repliegue del puesto de combate Hernán Cortés, del valle de Darrh i Bum- y sus lugares están siendo ocupados por las fuerzas de seguridad locales cuyo entrenamiento se ha intensificado desde la Cumbre de Lisboa de 2010 en la que se fijó 2014 como fecha para el fin de la misión.

Cadenas, pan y agua

Hay que salir de Kabul a primera hora para poder regresar antes del anochecer. El camino a Jalalabad, 150 kilómetros al sureste de la capital, es el mismo que va a Pakistán y constituye la principal ruta de abastecimiento de las fuerzas de la OTAN. Por lo tanto es objetivo de los grupos insurgentes que tienen el control de las zonas rurales de Afganistán.

El fotoperiodista Diego Ibarra (Zaragoza, 1982) prepara sus cámaras e inicia el camino hacia el santuario Alí Baba Mia, un viaje directo a un lugar donde poder retratar sin filtros algunas de las consecuencias ocultas de tres décadas de conflicto en el país asiático. El lugar se encuentra más allá de Jalalabad, se trata de un pequeño complejo formado por el santuario donde descansan los restos del santo sufí, un cementerio y una decena de celdas donde enfermos mentales y drogadictos buscan la curación.

Las familias llevan a los suyos guiados por la fe en la figura de Ali Baba Mia. El milagro de la sanación pasa por un tratamiento de choque en los que los pacientes pasan cuarenta días encadenados a la pared a base de pan y agua, una terapia que busca limpiar cuerpos y mentes de todo mal.
Mental illnes in Afghanistan: the invisible consequences of war

“Es un lugar que da miedo, miserable y donde los enfermos sobreviven en condiciones durísimas“, recuerda Diego que ha visitado el santuario en dos ocasiones como parte de un amplio proyecto sobre centros psiquiátricos que desarrolla en Afganistán y Pakistán para mostrar las huellas menos visibles de los conflictos en la región. “El impacto es brutal, pero la prisa apremia porque hay que trabajar con rapidez antes de que se difunda en el área la noticia sobre la presencia de un extranjero, todo un caramelo para los insurgentes”, apunta el fotoperiodista aragonés. Esa brutalidad se plasma en las fotografías en blanco y negro de Diego donde el grito de los enfermos traspasa el papel y golpea los oídos de quienes las observan. Una bofetada a los sentidos, un cubo de agua helada sobre una opinión pública cansada de la guerra de Afganistán y que se refugia en las estadísticas de ejércitos y ministerios que maquillan con números el fracaso de la intervención internacional.

Muertos en vida, encadenados a las paredes de sus celdas a la espera de que les llegue la hora de dejar este mundo, abandonar un Afganistán donde solo sobreviven los más fuertes. Tres décadas de conflicto han dejado en el país asiático más de dos millones de enfermos mentales graves, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). El sistema de salud público no es capaz de atender el problema y los cinco centros psiquiátricos que se reparten en Herat, Kabul, Mazar-e-Sharif y Jalalabad (dos) se han convertido en lugares donde los enfermos se limitan a esperar la llegada de la muerte. Sin medicinas ni tratamientos que les abran la puerta a una posible recuperación los familiares sólo confían en que un milagro salve a los suyos.

“En el vecino Pakistán muchos centros comparten la misma filosofía y los ciudadanos piensan que los suyos sanarán sólo cuando se rompan las cadenas que les atan a la pared“, recuerda Diego, residente en Islamabad, que espera terminar con este proyecto en los próximos meses. Tiene que darse prisa debido a la inestabilidad creciente en la zona y a que este tipo de centros creados bajo la filosofía sufí no son del agrado de las autoridades. Kabul apenas dedica atención a estos santuarios por lo que se ven obligados a sobrevivir de las discretas donaciones que pueden realizar las familias con cada ingreso. Al final de los cuarenta días el enfermo vuelve a la calle y con él regresan los fantasmas que dominan sus mentes y corazones a quienes la violencia ha arrancado cualquier signo de normalidad.

La conexión libia del 11-M

El culebrón Belhadj, ex emir del Grupo de Combatientes Islámico Libio, sigue ocupando gran parte de mi tiempo en Libia. Por un lado me da pena porque me impide centrarme en esa transformación que vive el país y que día a día va profundizando en el proceso de desgadafización. Por otro lado, es muy interesante profundizar en las cloacas de esa guerra contra el terror lanzada tras el 11-S y que en su último capítulo ha llegado hasta los atentados de Madrid del 11-M. No es la primera vez que me siento frente a un hombre como Belhadj, en Derna (este de Libia) también tuve la oportunidad de encontrarme con ex yihadistas en febrero, en Yemen son legión y en Irak o Pakistán uno puede entrevistarse también con ellos sin excesivos problemas, pero Belhadj no es un ex yihadista man. Alcanzó el grado de emir y uno siente esa mezcla de respeto y fervor de todos los que le rodean.
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Apenas puede abrir los ojos porque pasó seis años en una celda de aislamiento en Abu Salim con una venda en los ojos. Denuncia torturas por parte de la CIA y el régimen libio y es el líder indiscutible de los rebeldes en el campo de batalla. Encabezó la toma de Bab Al Aziziya y ahora es la persona clave en la búsqueda y captura de Gadafi, así que no se trata de uno más de los miles de yihadistas que viajaron a Afganistán, es una autoridad religiosa y moral entre los suyos y eso se nota.

Tras una primera entrevista el pasado viernes ayer volví a llamarle para hacerle unas preguntas sobre su presunta vinculación con el 11-M que desveló un informe policial al que tuvo acceso El Confidencial Digital. Pese a estar en plena revolución, con Bani Walid a punto de caer y con la pista de Gadafi cada vez más clara, Belhadj quiso hacer un paréntesis para aclarar que no tuvo nada que ver con el 11-M y que así se los explicó a los agentes de la inteligencia española que se desplazaron a Trípoli para interrogarle tras la masacre.

Belhadj habló claro, pero no quiso entrar en detalles. Esta revolución es su nueva yihad y no está dispuesto a que el pasado se mezcle con el éxito presente.

La guerra de las pickup

El Ejército rebelde se mueve gracias a las furgonetas pickup que Muamar Gadafi guardaba con celo en el puerto de Bengasi para entregarlas como regalo de cumpleaños a aquellos libios nacidos el 1 de septiembre, aniversario de su llegada al poder. Una excentricidad más de la larga lista de caprichos de un líder que intentaba ganarse el favor de los ciudadanos a base de promesas. Más de cuatro mil vehículos de color blanco cayeron en manos de la revolución tras el 17 de febrero y ahora forman la auténtica caballería de unas fuerzas que han adaptado los coches a las necesidades de la guerra. Yaser Abdulaziz nació el 9 de septiembre de 1977, así que por ocho días no estaba entre los afortunados a los que les correspondía una pickup, sin embargo la revuelta hizo que cayera en sus manos un ‘Grand Hiland Delux’, modelo de este vehículo de fabricación china cuya marca nadie conoce y que responde al nombre de Zhongxing. Desde entonces conduce “al servicio de la guerra, en cuanto todo termine lo devolveré a las autoridades revolucionarias para que hagan lo que estimen oportuno”. Como el resto de conductores, Yaser no tiene llaves y ha puenteado el arranque, también ha camuflado el coche echando aceite sobre la chapa para que la arena del desierto se le pegue “y así somos invisibles ante los ojos del enemigo”. El último toque rebelde consiste en hacer pintadas a ambos lados del vehículo para distinguirse como “defensores de la revolución del 17”.

Yaser lleva la parte trasera cargada de bidones de gasolina, comida y colchones de espuma, pero su auténtico objeto de deseo es una metralleta para la que ya ha preparado una estructura metálica que ha soldado en la batea, “en cuanto tenga la oportunidad coloco el arma y me voy a la primera línea”, asegura este miliciano al que las nuevas reglas de combate, que impiden el acceso al frente a aquellos que no dispongan de armamento de gran alcance, le obligan a permanecer en retaguardia. Antes de este intento de poner orden en las filas rebeldes sí llegó a estar cara a cara con los hombres de Gadafi y pudo comprobar la potencia del motor al que puso “a 190 kilómetros por hora para huir de la lluvia de cohetes“.

Con la gasolina casi regalada, a nadie le preocupa el consumo. Pero los rebeldes se quejan de los problemas mecánicos que empiezan a sufrir los vehículos chinos tras cinco semanas en el desierto. “No tienen nada que ver con las ‘Fox’ (zorro, nombre que dan los libios a la mítica pickup de la marca Toyota que emplearon los talibanes en la toma de Kabul en los noventa y que aquí se usa en el desierto), son mucho más frágiles y tenemos problemas con los radiadores”, lamentan algunos rebeldes que tienen que detenerse en la cuneta cada cierto tiempo para echar jabón en los radiadores y así hacer que la arena se pegue en la parte frontal.

Un argentino entre los rebeldes

23 años, gorra y camisa verde oliva y una chapa con la foto de Ernesto Guevara al cuello. José Piaggesi está a miles de kilómetros de su San Rafael natal y ha recorrido esta distancia para estar en la primera fila de la revolución libia contra Muamar Gadafi. Tras su paso por Palestina (6 meses), decidió acudir al país norteafricano como voluntario y vive empotrado con las unidades rebeldes ayudando a evacuar heridos y muertos de la primera línea de combate. Sobre el cuello le cuelga una acreditación de prensa a nombre de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), para cuyo periódico quincenal envía colaboraciones. “No soy periodista, pero voy anotando todo lo que vivo en mi diario”, confiesa este profesor de secundaria al que no le ha temblado el pulso para “coger un fusil y disparar al enemigo cuando ha hecho falta”.

Llegó hace más de diez días a la guerra y lo que más le ha sorprendido es “la felicidad con la que afrontan la contienda y la vida los libios, pese a los 42 años de dictadura sobre sus cabezas. Esto me hace pensar que la felicidad está muy despegada de lo material”. En un casco que se encontró hace unos días escribió la palabra ‘press’, se entiende con sus compañeros gracias al árabe aprendido en Palestina y tiene fuerzas para seguir en el frente.

País rico, gente pobre

“Por favor, ponga en el pie de foto: el país más rico del mundo, donde vive la gente más pobre“. El vendedor ambulante de tabaco posa ante la cámara mientras su ayudante saca las cajetillas del cartón para ponerlas a la venta. La economía de guerra ha duplicado el precio del Marlboro egipcio (ahora a 6 dinares, unos 3 euros al cambio) y muchas de las marcas locales se han agotado. Los fumadores pasan momentos difíciles ya que es en estas situaciones de nerviosismo es cuando más nicotina demanda el cerebro. Menos mal que hace tiempo me quité del vicio.

Bengasi no recupera la normalidad. Anuncios en las vallas publicitarias piden a los comerciantes que vuelvan a la actividad habitual, pero aquí nadie se fía. El espíritu revolucionario es incapaz de hacer frente a las fuerzas terrestres de Gadafi y todos miran al cielo esperando el misil liberador que doblegue la resistencia gadafista.

El caos militar es trasladable a la nueva vida política -donde anuncian la formación de un gobierno y lo desmienten en menos de cuatro horas- y a cualquier actividad cotidiana. Sólo los cafés se mantienen ajenos al desmadre general y allí se sigue sirviendo con mimo cada macciato, cada capuchino. Los teléfonos llevan cortados desde hace una semana. La compañía Al Madar del todo, y Libyana opera de forma aleatoria para desesperación de unos usuarios que tienen que marcar y marcar a la espera de que entren sus llamadas. Imposible llamar o recibir llamadas del exterior, así que el satélite es la única opción para estar en contacto con el mundo exterior.

La épica de la II Guerra Mundial contempla a los rebeldes

Datos del viaje: Coche alquilado (20 dinares día, 10 euros al cambio), Comida: Arroz con alubias y pollo (40 dinares, 4 personas 20 euros). Duración 3 horas. Hotel: Al Masira (90 dinares noche, 45 euros al cambio)

TOBRUK. Judíos, musulmanes y cristianos descansan juntos en los cuatro cementerios de la II Guerra Mundial que se encuentran a las afueras de Tobruk, que dista 150 kilómetros de la frontera con Egipto. No hay que alejarse demasiado, basta con tomar dirección al puesto fronterizo y mirar a los lados para divisar las miles de lápidas perfectamente ordenadas de los cementerios de Acroma, Commonwealth, francés  y alemán. “Esto lo paga la Embajada francesa y cada año muchas personas realizan una visita el día 11 de noviembre”, confiesa un niño asomado a la puerta de la casa del portero del camposanto donde descansan más de 300 franceses caídos en la batalla de Bin Hakim en la primavera de 1942. Su madre quiere hablar y dar explicaciones, pero al faltar su marido no puede atender a los recién llegados. Las visitas anuales rinden tributo a los miles de soldados que perdieron la vida en esta ciudad (los restos que no fueron identificados descansan bajo lápidas de mármol en las que se lee ‘conocido por Dios’), uno de los puntos estratégicos por el que más duro combatieron alemanes e italianos contra las fuerzas aliadas.

Aunque Libia está en guerra, sólo la presencia de un puñado de milicianos armados en los cruces de carretera recuerda que a 380 kilómetros las fuerzas de Gadafi bombardean Ajdabiya, la ciudad que tiene la llave de la conquista del este del país, la conocida como ‘Libia liberada’. “No hay problema, todo está seguro y no se atreverán a acercarse, este es un lugar de luchadores y saben que les recibiremos peleando”, aseguran los guerrilleros que vigilan la estratégica carretera que va al sur a través del desierto. Una recta interminable que desemboca en la actual primera línea de combate. No parecen un rival temible para los aviones del régimen que en pocos minutos podrían sobrevolar Tobruk. Los vigilantes del búnker del general Erwin Rommel, mando supremo del Afrika Corps y el más célebre mariscal de campo del Fuhrer,  lo saben “pero no pensamos escondernos en el refugio en caso de ataque”, aseguran con valentía mientras muestran a los visitantes las once salas del búnker y el puesto de control desde el que el ‘Zorro del desierto’ dirigía los movimientos de sus tropas. Una veintena de fotografías en blanco y negro se sujetan a duras penas en unas paredes comidas por la humedad. Maniquíes uniformados tirados por el suelo, sillones rotos y mucho polvo completan la instantánea de un lugar que hasta el 17 de febrero era competencia del ministerio de Turismo y ahora está en manos del Ejército rebelde.

Subimos los diez escalones que nos devuelven a la superficie y allí espera despanzurrado el esqueleto de un bombardero B-24 americano ‘Lady Bijot’ que “de forma inexplicable desapareció del radar en 1942 y no fue encontrado hasta 1963 en mitad del desierto con los restos de la tripulación esparcidos en un radio de 12 kilómetros”, según destaca la guía de viaje de Libia de la editorial Lonely Planet.

Dejamos este museo de la II Guerra Mundial en horas bajas entre los saludos de los seis vigilantes que piden ser fotografiados. Uno de ellos lleva puestos unos cascos de aviador y descansa a la sombra, lejos de la furgoneta ‘pick up’ que porta la ametralladora de gran calibre que le ha reventado los tímpanos en el último mes. Muy cerca, Tobruk es una ciudad de apenas 140.000 habitantes cuyo centro urbano es caminable, uno de los pocos restaurantes abiertos ofrece pollo asado, arroz, alubias y macarrones. En la televisión del local la cadena Al Jazeera informa del avance de los hombres de Gadafi que atacan con fuerza Ajdabiya. Los clientes miran con preocupación la pantalla y comen en silencio. Tras la explosión de alegría y esperanza de los primeros días, el frente militar rebelde se ha venido abajo y ahora apelan a la épica para mantenerse firmes. La misma épica a la que apelaron las ‘ratas del desierto’ australianas en el cerco de Tobruk por parte de los alemanes en el año 41, la misma épica que se respira en los cementerios de las afueras de la ciudad. Una épica de hace setenta años que aun se respira en las calles de este lugar. (FOTO: LUIS DE VEGA)

Qué está pasando en Kirguizistán

Kirguizistán es una pequeña república centroasiática en los suburbios del avispero afgano. Por eso, y por el desconocimiento occidental de una parte del planeta demasiado tiempo oculta bajo el telón de acero, es fácil para los medios recurrir a las tensiones interétnicas para explicar la oleada de violencia y la consecuente catástrofe humanitaria. Ya se sabe, kirguises y uzbekos: en 1924, Lenin desterró a miles de familias uzbekas a Kirguizistán y los pastores nómadas que vivían en yurtas desde tiempos inmemoriales comenzaron una difícil relación con los recién llegados, vistos como mercaderes acaudalados desde los albores de la Ruta de la Seda.

Soldados kirguizes patrullan la ciudad de Osh, junto a la frontera de Uzbekistán (AP Photo/Alexander Zemlianichenko).

Soldados kirguizes patrullan la ciudad de Osh, junto a la frontera de Uzbekistán (AP Photo/Alexander Zemlianichenko).

Sin embargo, la política, la influencia de las grandes potencias, la pobreza y la corrupción son factores fundamentales para entender qué está pasando realmente en Kirguizistán. En 2005 este pequeño país fue escenario de una de esas “revoluciones de colores” a la occidental: la naranja de Ukrania, la de las rosas en Georgia… y la “revolución de los tulipanes” de Kirguizistán. Esos movimientos patrocinados por la UE y los EEUU ayudaron a derrocar a los líderes post-soviéticos que se habían acomodado en estructuras corruptas y autoritarias. Pero Kirguizistán demuestra que lo que vino después no era mucho mejor. La revolución de los tulipanes derrocó al presidente Askar Akayev y dio paso a un gobierno liderado por Kurmanbek Bakiev, que rápidamente se deslizó por el mismo derrotero que su antecesor. Colocó a toda su familia en las estructuras del poder e intentó ampliar sus competencias presidenciales. Además intentó cerrar la base de la OTAN sin éxito. Los EEUU le ofrecieron más dinero a cambio y Bakiev aceptó, lo cual le valió de golpe la desconfianza de Washington y la enemistad de Moscú. Y entonces comenzaron las desapariciones de disidentes, el cierre de periódicos y el fraude electoral denunciado por organismos internacionales.

Y la gota que colmó el vaso: la crisis, la subida de precios y los cortes de luz y gas. En un país como Kirguizistán, entre las montañas y la estepa, que te corten el gas en enero puede significar directamente la muerte. Y es lo que ha ocurrido este invierno. Las revueltas de abril en la capital Bishkek se saldaron con 85 muertos y la huída del presidente Bakiev, actualmente refugiado con su familia en Bielorrusia.

La espantada de Bakiev dejó en su lugar un gobierno provisional liderado por una mujer, Roza Otunbayeva. Pero la desconfianza, el clima de rebelión social y la división del gobierno provisional han llevado a Kirguizistán al caos y a un vacío de poder que alimenta a agitadores y oportunistas.

Las matanzas de Osh y Jalalabad comenzaron el viernes pasado, dicen, tras una bronca en un casino. Otunbayeva acusa a Bakiev de instigar al odio étnico, y los uzbekos de esas dos localidades aseguran que un miniejército de jóvenes kirguises armados con armas automáticas desataron la locura de violaciones de mujeres, asesinatos, saqueos e incendios de casas. No se sabe con certeza cuántos han muerto, pero sí se sabe que casi todos son uzbekos. Por ello, decenas de miles de refugiados, la mayoría mujeres y niños, han cruzado ya la frontera de Uzbekistán.