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La prensa se agolpa frente al hospital

Muchos opinan que se trata de una estrategia más del Ejército para desviar la atención sobre el golpe de Estado que está en marcha. Lo cierto es que medios de comunicación de todo el mundo hacen guardia frente al hospital militar Maadi de El Cairo a la espera de noticias sobre el estado de salud de Hosni Mubarak. Ayer se difundió la noticia sobre que el ex presidente estaba ‘clínicamente muerto’; hoy, todo es muy confuso.

Egipto: la seguridad y la economía son ‘las prioridades’

Mikel Ayestaran, corresponsal de ETB, ha estado en el colegio Om Al Monimim en Giza, donde ha sido testigo de largas colas para votar en una jornada histórica. Así se vota a la sombra de las pirámides. La seguridad y la mejora en la economía son las prioridades para las mujeres con las que ha podido hablar.

Primavera árabe, invierno islamista

“Tengo mucho miedo. Van a ganar seguro y pronto empezarán los problemas”, Issa es cristiano. Su taxi luce una cruz que cuelga del retrovisor desde el que mira a los ojos de su pasajero para confesar sus temores. Nos dirigimos al cuartel general de los Hermanos Musulmanes. Después de toda una vida en la clandestinidad, la hermandad ocupa ahora un edificio de seis alturas en el barrio de Al Muqatam, a las afueras de la capital. En la puerta de acceso un cartel reza “Nosotros llevamos el bien a toda la gente”, no hay seguridad ni vigilancia de ningún tipo. Una vez dentro un portero regordete me estrecha la mano y me señala a las fotos de los nueve líderes que ha tenido el grupo en su historia que cuelgan de la pared. Desde el fundador, Hasán Al Banna, hasta Mohamed Badia.

Hay que esperar unos minutos. Llega el obligado té y tomamos asiento en unos tresillos versallescos herencia del anterior inquilino, el mobiliario no pega con el carácter austero de la hermandad. Mahmoud Ghozlan hace acto de presencia a la hora pactada. El portavoz de los Hermanos Musulmanes y miembro del Comité Ejecutivo es profesor de Bioquímica en la Facultad de Agricultura de la Universidad de Zagazig. Con traje oscuro, pero sin corbata, repasa sus años en la cárcel durante la época de Hosni Mubarak antes de abordar el futuro próximo del país.

Pese a los años de persecución, el partido creado por la hermandad es el mejor organizado y el máximo favorito en los comicios. Ghozlan lo sabe y pide “respeto a la democracia”. Su propuesta para Egipto pasa por la “aplicación de la sharia, pero solo para la población musulmana, su entrada en vigor no afectará a las minorías a las que no solo respeteramos, sino que protegeremos con especial énfasis” y a nivel internacional piensan “revisar los términos del acuerdo de paz con Israel porque es injusto. El nuevo parlamento que salga de las urnas debe revisar el texto”. Dos mensajes claros que provocan desconfianza entre la población no musulmana del país y encienden todas las alarmas en el vecino estado judío.

De confirmarse la victoria de la hermandad, Egipto se sumaría al camino abierto por Túnez y que pronto puede seguir Libia. Los tres países del norte de África donde han triunfado los procesos revolucionarios están ahora en pleno proceso de transformación política hacia una especie de democracias islámicas dirigidas por la hermandad. “El caso de Egipto es especial porque es aquí donde está la sede central, la madre de todo el movimiento. Compartimos idearios y hemos compartido durante años torturas, exilios forzados y clandestinidad. Cada país es independiente, no se puede aplicar la misma forma de gobierno aquí o en Túnez, lo importante es responder a las necesidades de la población”, asegura Ghozlan que explica su éxito en “el conservadurismo de la población en todo el mundo árabe, es muy complicado que Occidente trate de imponer su modelo porque aquí la mayor parte del pueblo vive en base a tradición y religión”.

La nueva cara del mundo árabe ya se ha dejado notar también en la Liga Árabe que después de toda una vida sin capacidad ejecutiva ha adoptado unas sanciones sin precedentes contra el régimen sirio. “Las revoluciones han sacudido al antiguo pensamiento, ahora ya no tenemos que callarnos ante los crímenes”, piensa Ghozlan que muestra su solidaridad con los miembros de la hermandad activos en territorio sirio en estos momentos a los que el presidente Bashar Al Assad señaló como “terroristas”.

Los egipcios toman las pirámides

Datos del viaje: Recorrido por las pirámides de Saqqara y Giza / Duración: cuatro horas / Precio taxi: 240 libras (30 euros) / Entrada a Giza: 60 libras (7,5 euros) / Comida en barco flotante sobre el Nilo: 134 libras (16 euros)

“Está cerrado, no se puede pasar”. Un agente de la Policía de Turismo prohíbe el paso a la pirámide escalonada de Saqqara. Abandonada y entre andamios, la soledad de esta tumba construida 3000 años antes de Cristo significa el vacío absoluto en una zona próxima a El Cairo, veinte kilómetros, habitualmente atestada de turistas. Cafeterías y tiendas de alfombras vieron a sus últimos clientes el pasado 24 de enero. Con el estallido de la revolución un millón de turistas abandonaron el país y se llevaron con ellos las divisas que mueven gran parte de la economía egipcia. Según los datos oficiales, el turismo emplea de forma directa a cuatro millones de egipcios y supone alrededor del diez por ciento del producto interior bruto. Cinco libras (0,60 euros) hacen cambiar de opinión al agente que amablemente sube la barrera y permite el acceso hasta una posición desde la que se puede tomar una fotografía, “no siga más adelante porque el Ejército está desplegado tras la pirámide”, advierte. De poco ha servido este despliegue ya que parece que los ladrones de tumbas han podido llevarse relieves de gran valor en los últimos días.

Hacemos la foto de rigor y regresamos a El Cairo por una carretera estrecha paralela a un canal del Nilo repleto de basura. “Es la primera vez en mi vida que no veo un solo autobús en esta ruta”, repite el taxista que conduce entre camellos, carros tirados por burros y furgonetas colectivas. Nos dirigimos a las pirámides de Giza, abiertas al público esta semana. Según nos vamos aproximando, las pirámides sobresalen soberbias entre los bloques de casas que llegan hasta las puertas del auténtico icono del país. El momento de placer visual dura poco porque un grupo de vándalos comienza a golpear el taxi. Saber, ex combatiente de la guerra del Sinaí y ex boxeador, se contiene, pero les grita con furia y teme por el futuro de su Hyundai. Más y más jóvenes se cruzan en nuestro camino con palos y fustas, se suben al capó y gritan al conductor que pare inmediatamente. “¡El extranjero para nosotros!”, “¡tenemos que vivir!” gritan una y otra vez. La Policía de turismo observa el espectáculo, pero no toma cartas en el asunto. Un ejército de camelleros en paro durante dos semanas trata ahora de recuperar el tiempo perdido.

“Sucios sicarios”, farfulla mi traductor que no olvida que fue esta misma gente la que irrumpió con sus animales en la plaza de Tahrir el pasado 4 de febrero para intentar echar a golpes a los manifestantes anti Mubarak. El parking de las pirámides, vacío. Ni una persona en la ventanilla para comprar billetes y de los seis tornos de entrada, sólo uno abierto. “Sólo egipcios, eres el primer extranjero del día”, dicen las señoritas al control de la máquina de rayos que revisa las mochilas. Tampoco dura mucho la idea placentera de poder visitar las pirámides casi en solitario. No hay turistas, pero el número de vendedores de recuerdos es el mismo de siempre y se abalanzan sobre la única presa del día rebajando los precios segundo a segundo. Conjunto de las tres pirámides y esfinge en piedra, “very fantastic mister”, por 5 libras (0,60 euros), lo mismo en plástico por 2 (0,25 euros). Gatos de madera por 35 libras (4,3 euros), que en apenas cuatro pasos ya bajan a 10 (1,25 euros). Tras superar este primer filtro llega el turno de los camelleros.

Todo esto antes de poder respirar, mirar al frente y decir hola a la pirámide de Keops. En su base familias egipcias hacen picnic, “ahora las pirámides son nuestras y podemos venir toda la familia”, bromean al ver un extranjero. Me ofrecen Pepsi y me piden que me siente con ellos, a salvo de vendedores y camelleros, pero sigo hasta la pirámide de Kefrén, la que conserva algo de revestimiento original en su parte superior, mucho más tranquila. Adel espera allí tranquilo con su camello ‘Maradona’ a la sombra de miles de años de historia. “Me quiero hacer una foto con su camello”, le digo para romper el hielo. Suelto 10 libras (1,25 euros)  y el hombre pone en pie a Maradona que protesta por el esfuerzo. Nada de fotos, lo que quiero es que me cuente si fue a Tahrir a repartir palos o no. “El líder del Partido Democrático en Giza nos juntó a todos y nos ofreció dinero y promesas de mejores condiciones de trabajo a cambio de ir a Tahrir, pero yo me negué”, asegura. Cuatro de sus compañeros permanecen entre rejas por un ataque por el que el partido del régimen pagó entre 500 y 1000 libras (de 62 a 134 euros) a cada sicario. Adel dice no saber mucho más así que le dejamos con su camello y ponemos rumbo a la esfinge, junto a la puerta de salida. Tan sola como el resto de monumentos.

La mañana turística concluye con una visita al Instituto de Papiros Mena y una comida sobre el Nilo en el Happy Dolphin, un restaurante flotante con capacidad para 1500 comensales en el que estamos 14. Cuatro de la tarde, hora de volver al hotel. En la recepción, restaurante y cafetería un ejército de jóvenes me saluda y miran a la puerta como esperando ver entrar un grupo de turistas de un momento a otro. Pero no hay turistas. De momento solo los egipcios están disfrutando de su nueva era.

Viaje a la cuna de la revolución egipcia

Datos: Viaje en el tren ‘español’ / Duración: 2 horas y 20 minutos / Precio: 100 Libras Egipcias (LE) ida y vuelta en primera clase (12 euros)

Cualquier viaje en tren en Egipto empieza 24 horas antes. Hay que acercarse a la estación Ramsés del centro de la capital, si se usa el metro la parada se llama ‘Mubarak’, y comprar los billetes con adelanto porque los trenes van llenos, especialmente ‘el español’ que cubre la línea que une El Cairo y Alejandría. Caminamos sobre tablas de madera y rodeados de andamios para acercarnos al vagón número uno en medio de una estación que tras más de cien años de servicio se encuentra en pleno proceso de reformas. El asiento es el 38, ventana. La imagen interior no tiene nada que ver con el coche azul marino mugriento, sucio y dejado que se ve desde fuera. Decorados en tonos azules y con el logotipo de la compañía nacional de ferrocarriles en las cortinas de las ventanas, los asientos son los de un avión en busines class de los años setenta.

“Le llaman ‘el español’ por el diseño interior, nada más. Hay otro que es el francés porque sigue más la línea de los trenes de ese país”, responde el revisor que pasa pidiendo billetes a los pocos minutos de partir. Salimos puntuales, las nueve de la mañana. Un tren larguísimo se despereza entre casas de adobe y ladrillo rojo que amenazan con caer sobre las vías. También se ven algunos ‘bloques’, esos rectángulos de cemento horribles de cuatro alturas con pequeñas ventanas en los que miles de personas viven como abejas. Tras veinte minutos a marcha reducida abandonamos la capital para adentrarnos en zona agrícola. Amr y Mohamed, como el resto de pasajeros, devoran periódicos. Apenas se ven ejemplares de la antigua cabecera oficial del régimen, ‘Ahram’, la gente lee ahora ‘Shrouk’ y ‘Al Masry Al Youm’, los dos altavoces de la oposición durante los últimos años que desde el primer día informaron al detalle sobre las revueltas en Tahrir y el resto del país. “La noticia del día son los escándalos económicos de la gente del partido (en relación al Partido Nacional Democrático dirigido por Mubarak), creo que muchos van a pasar por la Justicia. El patrimonio de los dirigentes era tabú hasta ahora”, piensa Amr, fiscal del estado que viaja a Alejandría a pasar el día y visitar el lugar donde empezó todo.

A las 9 horas y 42 minutos llega el servicio de té, café y refrescos. Un camarero impecable pasea su carrito por el pasillo y sirve las bebidas. A diferencia de las compañías aéreas de bajo coste europeas en las que casi te obligan a pagar antes de pedir, aquí primero se consume y después de un buen rato el hombre pasa de nuevo a cobrar. El tren camina con suavidad sobre los raíles a una velocidad que permite admirar el paisaje. Mujeres y niños limpian cacharros de cocina en el Nilo y las madres, de paso, dan un buen remojo a los pequeños. El agua parece fría, pero los niños no rechistan. Al pasajero de la fila 36 no le interesa porque va enfrascado en su iPad leyendo una columna de opinión cuya tesis es “como los musulmanes vamos a la Meca para el hajj, a partir de ahora iremos a Tahrir cuando queramos libertad”.

A las 11.24 el tren llega a su destino. Llegamos a la ciudad en la que los taxis son de la marca rusa Lada y están pintados de negro y amarillo. El primero nos lleva hasta el barrio Cleopatra, en pleno malecón. El conductor asegura que se trata de un Lada 2107 comprado hace cuatro años, pero parece que tiene cuarenta y es que los rusos no han variado apenas el diseño en décadas. Diez minutos después estamos en el número 47 de la calle Yubaset, la casa del primer mártir de la revolución, Khaled Said.

La muerte de este joven de 28 años el pasado 6 de junio a manos de la Policía fue el germen de unas protestas que explotaron finalmente el 25 de enero y acabaron con la dimisión de Mubarak 18 días después. Su madre acaba de llegar de El Cairo y no tiene fuerzas para hablar. Vamos hasta el cibercafé SpaceNet en el que estaba Khaled cuando los agentes le detuvieron. Hasan Mesbah, dueño del local y padre del yudoca del mismo nombre que ganó la medalla de bronce en los juegos de Pekín, le recuerda como “un buen chico, introvertido y apasionado de los chats y la música. Últimamente venía menos por aquí porque había puesto internet en casa, pero de vez en cuando seguía visitándonos”.

Narra con detalle cómo a pocos metros de donde estamos sentados los dos agentes golpearon varias veces su cabeza contra la pared. Luego lo llevaron al portal de al lado, junto a la peluquería, y lo remataron. Minutos después arrojaron su cuerpo muerto a la calle. Su muerte fue llevada inmediatamente a Internet a través del grupo de Facebook Kullum Khaled Said, Todos somos Khaled Said, y despertó el sentimiento de los egipcios de la necesidad de luchar contra la impunidad y la injusticia.

Con el relato del asesinato de Khaled -mejor no consultar las imágenes de su cuerpo muerto tras el linchamiento colgadas en la red- en nuestras mentes cogemos un nuevo Lada hasta la mezquita de Khad Ibrahim (10 libras, incluida una breve parada en la biblioteca que está de camino, 1,2 euros). La plaza frente al templo fue el equivalente a Tahrir en la segunda ciudad del país. Vendedores de banderas nacionales estratégicamente situados comparten acera con grupos de jóvenes voluntarios que, como en El Cairo, limpian la calle, pintan bordillos y plantan árboles para devolver al lugar su aspecto original. “Hemos ganado y ya podemos decir que la revolución ha terminado, es hora de trabajar a favor de la nueva era”, señala en un perfecto inglés Mohamed, estudiante de ingeniería de 21 años. Como en la capital, la unión entre estos jóvenes preparados y unidos por Facebook y Twitter con las clases más desfavorecidas ha formado una mezcla letal para el régimen en Alejandría.

Último Lada para llegar al restaurante de pescado Shaban. Vacío. Gunim nos sirve ‘buri’ a la parrilla (40 libras el kilo, 5 euros) y ‘denis’ frito (40 libras el kilo) acompañados de gambas (90 libras el kilo, 11 euros). Todo regado con Seven Up y té. Comemos en total por 60 libras cada uno (7,5 euros al cambio) y en el cuarto Lada del día volamos hacia la estación para regresar a El Cairo. ‘El español’ espera en la vía a los pasajeros. A las cinco en punto suena la campana del andén e iniciamos el camino de vuelta. Adiós Khaled Said, adiós Alejandría. El nuevo Egipto os debe mucho.

Manual iraní para revueltas

Al Jazeera y otros canales árabes emitiendo 24 horas en directo. Cientos de periodistas de todo el mundo entrando al país cada día para enviar noticias sobre las protestas. Llegas al aeropuerto de El Cairo, te estampan la visa por quince dólares y a trabajar. Ni permiso de prensa, ni traductores oficiales ni gaitas. Un cachondeo, señores. Egipto, como Túnez, no ha estado a la altura de la que se ha montado. Han perdido la guerra de la información desde el primer día y al final ya se han visto los resultados.

La república islámica se vio en apuros tras las elecciones presidenciales de 2009. Muchos enviados especiales estábamos allí cubriendo los comicios y nos encontramos con el postre de las mayores revueltas de la historia del régimen. Pero el trabajo nos duró poco. Estas fueron algunas de las pautas que empleó Irán y que cualquier régimen que se precie debe seguir para que no le pase lo de Egipto y Túnez:

1-Declarar ilegales las protestas y prohibir su cobertura.

2-Prohibir la entrada de más periodistas en el país.

3-No renovar los visados a los enviados especiales que se encuentren en el país.

4-Reducir la velocidad de Internet al máximo -o cortar el servicio directamente- y filtrar las principales redes sociales.

5-Cortar el servicio de telefonía móvil: voz y mensajes.

El problema es que esto silencia, pero no fulmina. Como volvemos a ver en Irán, aunque no se pueda trabajar sobre las ‘protestas ilegales’, el descontento sigue existiendo y con el paso del tiempo irá creciendo más y más hasta volver a explotar. El pulso de la calle está claro, es cuestión de tiempo. Pero Irán no cambiará en 18 días como Egipto.

En casa de Mubarak

Datos del viaje: dos horas y media en taxi desde El Cairo / Precio: 280 libras egipcias (35 euros al cambio)

La provincia de Minufiya es patria de presidentes. Allí nacieron Anuar El Sadat y Hosni Mubarak. Salimos de El Cairo en dirección a Kfar-El Meselha para visitar el pueblo del último rais. Enfilamos por la carretera nacional y tras salir de la capital comienza el rosario de pequeños pueblos agrícolas del Delta del Nilo. Una carretera infernal que se abre paso entre casas de ladrillo y adobe. A derecha e izquierda campos de trigo y patata. Siguiendo en paralelo el curso del Nilo entramos en Bagur bajo un gran arco con la foto del ex presidente Mubarak dándonos la bienvenida. A su lado el cacique local, Kamal Al Shazli, mano derecha del rais y dirigente destacado del partido del régimen fallecido en noviembre del pasado año. En cada rotonda el rostro de Mubarak sigue presidiendo el tráfico rodado. Aquí nada parece haber cambiado.

A la salida de Bagur recogemos a un vecino que espera el autobús hacia Kfar-El Meselha. Se llama Abda Raboli y trabaja en el campo, como la mayor parte de hombres y mujeres en la provincia de Minufiya. “Desde que empezó la revolución la gente se ha vuelto loca y aprovecha el caos administrativo para construir sin permisos, nos vamos a quedar sin superficie de cultivo”, lamenta antes de asegurar que “no soy un seguidor de Mubarak, pero me da pena la forma que han tenido de echarle. Se merecía una salida más digna”.

Tras cruzar el Nilo entramos en las calles sin asfaltar de la aldea natal del rais. Abda nos acompaña hasta la escuela de educación primaria donde cursó sus primeros estudios. El centro parece parado en los años treinta y los pupitres son los mismos que ocupó el entonces joven Hosni. “Tenemos 250 alumnos, pero desde hace dos semanas no hay clase, esperamos empezar la próxima semana”, confiesa la directora mientras nos sirve té y discute con otras profesoras la salida del poder de Mubarak. Una foto del ex presidente con 52 años preside el aula. “No la vamos a quitar hasta que lo ordene el ministro de Educación”, responden al unísono las maestras que tienen sensaciones contradictorias. “Era la única solución posible porque si hubiera seguido algo terrible les podía haber pasado a los miles de jóvenes de Tahrir”, piensa una de ellas. “Pero no son formas, este hombre ha dado los últimos sesenta años de su vida al país·, reflexiona otra compañera.

Sin acabar el té suena el teléfono y la directora anuncia que en breve llegará alguien de seguridad y que le han advertido por teléfono que no podemos tomar fotos ni grabar imágenes. El agente se persona inmediatamente y tras pedir las acreditaciones nos informa que necesitamos una serie interminable de permisos para seguir con la entrevista. “No han cambiado el chip, es la misma forma de pensar que durante el régimen y la gente sigue llamando a la Policía si ve un extranjero, piensan que todos sois espías de Israel”, lamenta mi traductor.

Dejamos la escuela y en apenas dos minutos caminando entre el polvo llegamos al número tres de la calle Abdulaziz Basha Fahmi, la casa de los abuelos del rais. “El nació en un establo que estaba frente a la casa. Tenía una dependencia para animales y otra para la familia”, asegura un anciano mientras señala a un edificio de tres plantas que ocupa el lugar del antiguo establo. En la casa de la familia Mubarak vive desde hace dos décadas la familia Bekir, que paga un alquiler de quinientas libras al mes, 62 euros al cambio. Tienen miedo de hablar con la prensa. Hussein Omar, residente en el número cuatro de la misma calle, sí quiere contar que “nací aquí hace 45 años y juro que desde el año 1973 Mubarak nunca ha vuelto a pisar este pueblo. No disfrutamos de un trato especial porque hubiera nacido aquí, todo lo contrario porque aquí nos faltan los servicios mínimos”, se queja amargamente.

La multitud se agolpa a las puertas de la casa de Hussein. Aquí no es habitual ver extranjeros. En Kfar-El Meselha no sienten una especial atracción por su ilustre vecino, pero tampoco echaron cohetes con su salida. Es el sentir general en el gran Egipto rural y conservador, otro mundo paralelo al caos urbanita.

La caída de mi Mubarak

Fue lo primero que hice cuando volví al hotel. Me acerqué a la recepción y miré a la parte izquierda del mostrador. Allí estaba. Con su media sonrisa, el pelo impecable y con esa luz en la parte superior que le daba un aire barroco. Habían pasado cinco horas del anuncio de su dimisión, pero Hosni permanecía en las paredes. Daba la impresión que la gente no terminaba de creerse lo que había pasado, que aun había miedo a que todo fuera un bulo más de los que habitualmente retransmitía la televisión egipcia, un montaje de ida y vuelta para probar la lealtad del pueblo.

Por la mañana no he tardado un minuto en rendirle visita. Ya no estaba. Lo único que queda de Hosni es la diferencia de tonos en la pared. Se dibuja perfectamente el contorno del enorme rectángulo que ocupaba la foto del rais, ahora blanco inmaculado frente al tono amarillento del resto de la pared.

No viví la caída de Sadám. Mientras su estatua caía yo hacía diagramación en mi mesa de El Diario Vasco y me moría de envidia. Pude informar de la caída de Musharraf en primera persona, llegué a Túnez dos días después de la salida de Ben Ali y estos días he llorado de emoción junto a mi traductor y guía espiritual, Mustafá, la caída de Mubarak. Me he dado cuenta de que no hay formato periodístico que pueda de verdad reflejar lo que esto supone. O quizás me falte arte. O quizás es que estas cosas es mejor quedárselas para uno mismo. Estaba a punto de empezar a comer el jueves en un callejón próximo a Tahrir cuando el vicepresidente Suleyman apareció en pantalla y anunció la caída del régimen. El grito de Alá Akbar que salió de la boca, los ojos y el estómago de Mustafá es irrepetible. Jamás mis oídos habían percibido este tipo de alarido, un grito de dolor y placer, un impacto directo en mi cara de ‘periodista de conflictos’ que paga su hipoteca gracias a las desgracias de esta gente que ha sufrido la mitad de su vida.

Entré en radios, hice directos para televisión, grabé el momento para hacer un vídeo -y  mi cámara salió seriamente dañada, quizás más acostumbrada a las desgracias que a las alegrías-, escribí una crónica para el periódico desde la mismísima plaza a la luz de una farola… ahora lo repaso todo y me doy cuenta de que el trabajo no refleja ni una mínima parte de todo lo que me pasó por el corazón en esos momentos.

“¿Dónde habéis dejado el retrato?” He preguntado al tipo de la recepción. “No lo sé, cuando he llegado ya no estaba”, me ha respondido antes de perderse en el fondo del mostrador. Mañana voy a ver si alguien me explica el paradero de esos ojos que durante treinta años han sido una especie de Gran Hermano que todo lo controlaba en esta recepción.