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Los egipcios toman las pirámides

Datos del viaje: Recorrido por las pirámides de Saqqara y Giza / Duración: cuatro horas / Precio taxi: 240 libras (30 euros) / Entrada a Giza: 60 libras (7,5 euros) / Comida en barco flotante sobre el Nilo: 134 libras (16 euros)

“Está cerrado, no se puede pasar”. Un agente de la Policía de Turismo prohíbe el paso a la pirámide escalonada de Saqqara. Abandonada y entre andamios, la soledad de esta tumba construida 3000 años antes de Cristo significa el vacío absoluto en una zona próxima a El Cairo, veinte kilómetros, habitualmente atestada de turistas. Cafeterías y tiendas de alfombras vieron a sus últimos clientes el pasado 24 de enero. Con el estallido de la revolución un millón de turistas abandonaron el país y se llevaron con ellos las divisas que mueven gran parte de la economía egipcia. Según los datos oficiales, el turismo emplea de forma directa a cuatro millones de egipcios y supone alrededor del diez por ciento del producto interior bruto. Cinco libras (0,60 euros) hacen cambiar de opinión al agente que amablemente sube la barrera y permite el acceso hasta una posición desde la que se puede tomar una fotografía, “no siga más adelante porque el Ejército está desplegado tras la pirámide”, advierte. De poco ha servido este despliegue ya que parece que los ladrones de tumbas han podido llevarse relieves de gran valor en los últimos días.

Hacemos la foto de rigor y regresamos a El Cairo por una carretera estrecha paralela a un canal del Nilo repleto de basura. “Es la primera vez en mi vida que no veo un solo autobús en esta ruta”, repite el taxista que conduce entre camellos, carros tirados por burros y furgonetas colectivas. Nos dirigimos a las pirámides de Giza, abiertas al público esta semana. Según nos vamos aproximando, las pirámides sobresalen soberbias entre los bloques de casas que llegan hasta las puertas del auténtico icono del país. El momento de placer visual dura poco porque un grupo de vándalos comienza a golpear el taxi. Saber, ex combatiente de la guerra del Sinaí y ex boxeador, se contiene, pero les grita con furia y teme por el futuro de su Hyundai. Más y más jóvenes se cruzan en nuestro camino con palos y fustas, se suben al capó y gritan al conductor que pare inmediatamente. “¡El extranjero para nosotros!”, “¡tenemos que vivir!” gritan una y otra vez. La Policía de turismo observa el espectáculo, pero no toma cartas en el asunto. Un ejército de camelleros en paro durante dos semanas trata ahora de recuperar el tiempo perdido.

“Sucios sicarios”, farfulla mi traductor que no olvida que fue esta misma gente la que irrumpió con sus animales en la plaza de Tahrir el pasado 4 de febrero para intentar echar a golpes a los manifestantes anti Mubarak. El parking de las pirámides, vacío. Ni una persona en la ventanilla para comprar billetes y de los seis tornos de entrada, sólo uno abierto. “Sólo egipcios, eres el primer extranjero del día”, dicen las señoritas al control de la máquina de rayos que revisa las mochilas. Tampoco dura mucho la idea placentera de poder visitar las pirámides casi en solitario. No hay turistas, pero el número de vendedores de recuerdos es el mismo de siempre y se abalanzan sobre la única presa del día rebajando los precios segundo a segundo. Conjunto de las tres pirámides y esfinge en piedra, “very fantastic mister”, por 5 libras (0,60 euros), lo mismo en plástico por 2 (0,25 euros). Gatos de madera por 35 libras (4,3 euros), que en apenas cuatro pasos ya bajan a 10 (1,25 euros). Tras superar este primer filtro llega el turno de los camelleros.

Todo esto antes de poder respirar, mirar al frente y decir hola a la pirámide de Keops. En su base familias egipcias hacen picnic, “ahora las pirámides son nuestras y podemos venir toda la familia”, bromean al ver un extranjero. Me ofrecen Pepsi y me piden que me siente con ellos, a salvo de vendedores y camelleros, pero sigo hasta la pirámide de Kefrén, la que conserva algo de revestimiento original en su parte superior, mucho más tranquila. Adel espera allí tranquilo con su camello ‘Maradona’ a la sombra de miles de años de historia. “Me quiero hacer una foto con su camello”, le digo para romper el hielo. Suelto 10 libras (1,25 euros)  y el hombre pone en pie a Maradona que protesta por el esfuerzo. Nada de fotos, lo que quiero es que me cuente si fue a Tahrir a repartir palos o no. “El líder del Partido Democrático en Giza nos juntó a todos y nos ofreció dinero y promesas de mejores condiciones de trabajo a cambio de ir a Tahrir, pero yo me negué”, asegura. Cuatro de sus compañeros permanecen entre rejas por un ataque por el que el partido del régimen pagó entre 500 y 1000 libras (de 62 a 134 euros) a cada sicario. Adel dice no saber mucho más así que le dejamos con su camello y ponemos rumbo a la esfinge, junto a la puerta de salida. Tan sola como el resto de monumentos.

La mañana turística concluye con una visita al Instituto de Papiros Mena y una comida sobre el Nilo en el Happy Dolphin, un restaurante flotante con capacidad para 1500 comensales en el que estamos 14. Cuatro de la tarde, hora de volver al hotel. En la recepción, restaurante y cafetería un ejército de jóvenes me saluda y miran a la puerta como esperando ver entrar un grupo de turistas de un momento a otro. Pero no hay turistas. De momento solo los egipcios están disfrutando de su nueva era.

Viaje a Chihuahua, territorio narco

He alquilado una moto chiquita para recorrer esta parte del cañón durante los próximos días. La idea es visitar algunos de los rincones de este barranco, ubicado en el norte del país mexicano y que es cuatro veces mayor que el del Colorado.

La motito es una Yamaha 125, una scooter. El norteño que me la renta me mira con desconfianza, parece adivinar que hace más de 20 años que no me monto en una moto.

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Arranco, no muy segura, dirección a Guachochi. Quiero llegar a puente Humira, es el fondo del cañón del Cobre y está como a unos 65 km.

Son las 10 de la mañana, el cielo es de un azul que ni las nubes se atreven, hace calor pero yo en la moto no lo siento y la carretera está para mí, no hay nadie. Mejor imposible.

La ruta discurre por un inmenso cañón que se abre o se cierra según los tramos. A los lados se levantan paredes de roca, desnudas, erosionadas que terminan en riscos amontonados entre los que crecen largos pinos. El paisaje es inmenso, precioso, y te da la impresión de que detrás de cualquier cerro puede aparecer un grupo de apaches a caballo. Pero estas son tierras tarahumaras, que en su día sí que tuvieron que defenderse de los apaches. Fueron guerras entre tribus por el dominio del territorio y de la caza.P4171006 (1)

Los indios tarahumaras se tuvieron que refugiar en las partes altas de los cañones, en esos huecos que dejan los ríos tras el paso del agua durante millones de años. Terrazas a las que el acceso parece del todo inimaginable. Todavía hoy algunos tarahumaras siguen morando en esos lugares imposibles pero la mayoría vive en los valles, en casas de madera con tejado de chapa o en casas hechas de adobe.

La carretera va subiendo, y yo voy tomando las curvas con más soltura. La vista es imponente y disfruto de lo lindo. Estoy en la Sierra Madre de Chihuahua, por donde cabalgó el General Villa y su poderosa División del Norte. Ahora, cien años después, es territorio narco por excelencia. Chihuahua es posiblemente el estado mexicano con mayor presencia del crimen organizado, y en el que mayor número de ejecuciones diarias se producen como consecuencia de la guerra por el control de las rutas de droga hacia EEUU, entre los fortísimos carteles de Sinaloa y de Juárez. El narco ha penetrado en todos los niveles de la vida que uno se pueda imaginar. Se dice que hasta la comunidad menonita que vive en Cuauhtemoc, una ciudad cercana, está bajo el dominio narco, ¡son narcomenonitas! (Que conste que me lo dijo una periodista de la prestigiosa revista Proceso, la publicación con estudios más serios y extensos sobre el narcotráfico en México.)

Ya llego al fondo del cañón. Me bajo de la moto. Camino. Hay unos toritos que me miran, según mi opinión mal. Lo que pasa es que soy una acojonada, todos los bichos me dan miedo. Así que con disimulo arranco la moto y me alejo del lugar donde están los animalitos comiendo tranquilamente los secos hierbajos de la cuneta.P4171006 (2)

Es una delicia viajar en moto, a velocidad de crucero, sin prisa, con un tiempo maravilloso y sin coches. Ya he dejado atrás el punto más bajo del cañón y continúo el viaje en sentido contrario. No me importa volver a pasar por la carretera que me ha llevado al corazón de la barranca, no me cansaría jamás de ver este espectáculo de rocas, paredes de piedra y pinos larguiruchos, todo envuelto en su propio silencio.

Voy dirección Creel, buscando una pista que, según el mapa, me pone sobre el sendero que lleva a la Cascada de Cusarare. Los pocos que transitan por esta vía todos me saludan, la gente es simpática y dicharachera. Acaba de pasar una pick up, el conductor saca el sombrero tejano por la ventanilla a modo de saludo. Estoy segura de que lleva botas de piel de lagarto y cinturón con voluminosa hebilla. (Kote, aquí podrías vestirte de vaquero sin ningún complejo).

Hay una desviación a mano izquierda, es una pista que baja por un bosque. Allí voy, es un terreno no muy apto para la moto pero se puede pasar. Al cabo de unos minutos me encuentro en una aldea tarahumara o rarámuri, creo que prefieren que se les llame así. Son cuatro casas, entre pequeños campos en los que están sembrando maíz, antes de que lleguen las lluvias. No sé muy bien si voy rumbo de la cascada o no. Pregunto por el camino a la cascada a una mujer joven que me tiene vigilada por la puerta entreabierta de su chabola, pero ni me contesta. No me sorprende, en Bolivia para los indígenas yo era transparente. Los blancos no formamos parte de su cosmos. La mayoría de las veces nos miran con una mezcla desinterés, desprecio, desconfianza e indiferencia. No es de extrañar, la experiencia con nosotros les ha dejado una amarga marca.

La pista se pone peor, y dejo la moto un poco más adelantito, al lado de unas cabañas para turistas que han aparecido de pronto. Ya veo el río. Hay mujeres vestidas de colores llamativos lavando ropa y niños jugando en el agua. Una estampa muy auténtica para la foto pero me encantaría poder instalarles una lavadora ahí mismito.

Bajo al río, agarro la vereda que está a la izquierda. Es un camino más que agradable, está lleno de pájaros, y tampoco hay nadie a la vista. En menos de una hora llego a la cascada, pero es la temporada más seca del año y el agua que cae no sirve ni para que se bañen las ardillas. Pero el lugar merece la pena. Es grandioso. La ancha cascada cierra el paso a un cañón de paredes imponentes a las que se aferran altísimos pinos. Todo huele a salvaje. Hay mariposas de colores y una brisa que te adormece.

Pero la siesta me la echo en la orilla del lago Arareko. El lago se ve desde la carretera, es un pequeño embalse artificial que se hizo para proveer de agua a Creel en caso de sequía. Allí he parado a comer mis emparedados, como el oso Yogy. El aire es acariciante y me quedo dormida feliz como una lombriz.

Al ratito me despierto y me pongo en marcha en seguida porque me gustaría ver el valle de los Monjes y la Misión de San Ignacio antes de que oscurezca. Según el mapa se accede por un bosque que debe estar a mi derecha. No hay pérdida, es la entrada al parque nacional Arareko. Me recibe un joven lugareño que cobra la entrada. Me quedo un rato de plática con él, me cuenta cómo llegar a la Misión y me dice que ese lugar, más todo lo que le rodea, es un ejido que pertenece a una comunidad tarahumara. Todo lo que sacan del turismo se lo reparten entre la comunidad, entre los ejidatarios.

La luz ha cambiado, es de tarde, cálida y con sombras. Voy con la moto a todo lo que da por una pista que atraviesa el bosque, unos 50km/h pero a mí me parece que vuelo. A estas alturas ya le he perdido todo el respeto al velocípedo y me creo Angel Nieto.

El lugar donde el bosque se abre al valle es bellísimo. Armonioso, sosegado, y tiene mucha vida. Se ven casitas diseminadas aquí y allá de familias campesinas, y a hombres trabajando la tierra con arados que nosotros sólo encontraríamos en algún museo de turismo rural. El tiempo parece que se ha detenido en esta parte del mundo. Te dan ganas de quedarte para siempre en esta calma. Aflojo la velocidad y paseo, es un verdadero placer el que me acompaña hasta la Misión de San Ignacio: una iglesia ruda ubicada en un entorno propicio para comunicarte con Dios o con quien te plazca. Los jesuitas nunca se han chupado el dedo, digo yo.

Siento pena al alejarme de este lugar que se me antoja mágico porque tengo la impresión de que pocas veces he sentido que un paisaje me transmitiera semejante sensación de paz y equilibrio.

Ya de regreso, entro en el pueblo, en Creel, y al pasar por el negocio de alquiler de motos y demás, ¿quién me está esperando allí con su sonrisa desdentada? El joven de la caseta para devolverme los 200 pesos que he olvidado mientras charlábamos. También sonreía el norteño dueño del changarro, pero este porque ha visto, aliviado, que la moto sigue teniendo ruedas y motor después de que una mujer la haya pilotado.

Los británicos descubren nuestras sidrerías

The Guardian publica la lista de las 10 mejores sidrerías.

The Guardian publica la lista de las 10 mejores sidrerías.

El diario The Guardian ha dedicado en el pasado artículos a nuestra alta cocina y también a nuestros pintxos. Esta vez ha llegado el turno de las sidrerías. En Inglaterra hay tradición de sidra (sobre todo en el sur del país), y ahora descubrirán el acompañamiento de un buen bacalao y una buena txuleta. Éste es el extracto de la selección que publicarán el próximo sábado en uno de los suplementos. On egin!