Archivo del Autor: Mikel Reparaz

Imágenes de Putingrado

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Nizhny Novgorod, la antigua Gorki, sigue siendo un feudo comunista a pesar del paso de los años. Sin embargo, aunque los resultados electorales del Partido Comunista de Gennady Zyuganov son notables (19% de los votos en la provincia), aquí las elecciones también las gana Vladimir Putin. El poder de Rusia Unida y los agentes de Putin también es mayor que en la capital. Sin embargo, en la calle nos encontramos con opiniones rotundas: “Gorki es una ciudad obrera, y aquí no votamos a oligarcas ni a capitalistas moscovitas”, nos dice un trabajador de la fábrica de automóviles. Bienvenidos al cinturón rojo de Rusia.

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La fábrica de automóviles de Gorki (GAZ – Gorkovsky Avtomobilny Zavod) ha sido desde 1932 la base de la economía local. Aquí se fabrican camiones pesados, furgonetas, autobuses, turismos y uno de los símbolos de la Unión Soviética: el Volga, el Cadillac ruso. Montados en autobuses GAZ, cientos de trabajadores de la fábrica acudieron el domingo a Moscú en una excursión organizada por Rusia Unida. Agitaron banderas tricolores en las celebraciones mientras a Putin se le saltaban las lágrimas.

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Gorki, a unos 500 kilómetros de Moscú, era una de las “ciudades cerradas” de la URSS. Las autoridades locales no permitían el acceso a extranjeros, e incluso los ciudadanos soviéticos necesitaban un permiso especial para entrar. Pero esta ciudad también tiene una historia de contestación y movilización social. En 1988, dos años después de la catástrofe de Chernóbil, grandes manifestaciones consiguieron cerrar una planta nuclear. Actualmente nos dicen que hay una embotelladora de refrescos en su lugar. Las manifestaciones anti-Putin aquí no son tan numerosas como en la capital, pero últimamente se han multiplicado las protestas de jóvenes que denuncian los excesos de la policía política contra grupos anarquistas. Denuncian detenciones arbitrarias y torturas.

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Puede que Nizhny Novgorod no sea una ciudad representativa de la sociología rusa. Pero es la cara de la clase trabajadora de este país. Y aquí, a orillas de los ríos Oka y Volga, el cambio que se respira en Moscú queda lejos. Seguramente acabará llegando, pero necesitará tiempo.

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Memorial del Ejército Rojo, Nizhny Novgorod. Foto: M. Reparaz

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Pescadores sobre el Volga. Foto: M. Reparaz

Rusia está cambiando

Rusia está cambiando. Nos hemos hartado de decirlo en los informativos, a pesar de que hemos tenido que informar de detenciones, represión y fraude electoral. La sociedad rusa está cambiando y esta nueva etapa que se abre (seis años más de Putin en el Kremlin) arrastrará también inevitablemente a la clase dirigente. Moscú y San Petersburgo son la punta de lanza del cambio, las ciudades donde más ha subido la calidad de vida en los último años y donde se concentra la emergente clase media rusa.

La imagen de miles de ciudadanos denunciando libremente el fraude electoral en la plaza Pushkin de Moscú hubiera sido una imagen simplemente impensable hace cuatro años, cuando Dmitri Medvédev salió elegido presidente de la Federación Rusa en sustitución por excedencia constitucionalmente obligada de Vladimir Putin. Y la autorización de esas protestas, aunque el Kremlin no se dé cuenta de ello, también es un síntoma de apertura del sistema.

Eugene Save anoche momentos antes de las detenciones de la plaza Pushkin.

Evgeny Save anoche con el lazo blanco, momentos antes de las detenciones de la plaza Pushkin. Foto: M. Reparaz

Esa tímida apertura anima a jóvenes como Evgeny a salir a la calle con el lazo blanco en la solapa. Hace cuatro años la gente tenía demasiado miedo para protestar. Ahora lo hacen con orgullo, mostrando los símbolos de la oposición a la policía. “Yo no estoy en contra de Putin, simplemente estoy a favor de la libertad”, nos dice con calma mientras decenas de antidisturbios pasan junto a él, “y creo que la sociedad rusa se merece ya un poco de respeto”. Se refiere a las irregularidades, como el “voto en carrusel”, que denuncian los observadores y los interventores de la oposición.

Pero que nadie se engañe, porque la “primavera rusa” no es una revolución de la clase trabajadora. Al igual que las revoluciones pro-occidentales de Ucrania o Georgia, en Rusia el descontento social lo están aprovechando algunas élites políticas y económicas en su beneficio. El multimillonario Mijaíl Prójorov ha anunciado que creará un partido político para aglutinar a la oposición anti-Putin. Además, mucha de la gente que sale a las manifestaciones son ciudadanos con ingresos por encima de la media. Muchos de ellos han viajado al extranjero y constituyen lo que se empieza a conocer en Rusia como la nueva clase media.

“Putin y Medvédev representan la vuelta a los valores soviéticos, a la estabilidad y el orden, y eso conlleva la cultura de tratar a la población civil como si fueran niños, bombardeándolos con propaganda”, asegura Dasha, interventora de la oposición durante las elecciones. Eso explica la gran adhesión aún hoy de la clase trabajadora a Rusia Unida y a Putin como hombre fuerte del Kremlin.

Jóvenes del moviento Nashi, las juventudes del partido Rusia Unida. Foto: M. Reparaz

Jóvenes del moviento Nashi, las juventudes del partido Rusia Unida. Foto: M. Reparaz

Rusia Unida es una organización con fuerte apoyo de las bases. Es capaz de movilizar, como lo hizo anoche, a miles de seguidores en ciudades industriales y llevarlos a Moscú en autobuses. Yuri, obrero de Kazán, está contento porque muy pocas veces tiene la oportunidad de venir a Moscú: “Nos haremos unas fotos en la Plaza Roja, cantaremos y lo pasaremos bien, y después unas cuantas horas de autobús para volver a casa”. Para él Putin es el único político serio y solvente. “No me gustan los oligarcas jóvenes como Prójorov… quieren llegar al poder solo porque se han aburrido de ser multimillonarios”, nos dice antes de despedirse y dirigirse junto a la marea humana hacia las celebraciones de la plaza de la Revolución, en las inmediaciones del Kremlin.

El café es lo de menos

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Esto no pretende ser un espacio de publicidad gratuita. O quizás sí. El caso es que una conocidísima cadena de cafeterías estadounidense -de cuestionable calidad cafetera para los estándares europeos, todo sea dicho- se ha convertido en icono de la gratuidad en el país donde nada es gratis. Desde el año pasado ofrece conexión a internet en todos sus establecimientos de EEUU, sin necesidad de registrarse ni pagar por ello. La decisión vino en un momento malo para la franquicia. Y, claro, desde entonces los cafés han vuelto a llenarse de estudiantes, paseantes y turistas que se toman su caramel macchiatto grande con calma. Con mucha calma.

Hay quien se ha pasado horas frente a su iPad con un botellín de agua medio vacío como única consumición.

Pero sin duda lo más llamativo es ver en Manhattan a decenas de periodistas refugiados en estas redacciones improvisadas mientras colapsan las redes inalámbricas del local en momentos de máxima efervescencia informativa. Es el caso de la cobertura del affaire DSK o las conmemoraciones del décimo aniversario del 11-S. El de la foto es Jacob, cámara de ETB durante esta última cobertura.

Ras Ajdir, frontera de salida

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No es basura. Son las pertenencias de oleadas y oleadas de refugiados que abandonan Libia. Lo poco que han podido salvar de los controles de carretera y de las bandas de ladrones que persiguen a los refugiados se convierte en algo prescindible cuando lo único que importa es pasar al otro lado. Por eso, muchos dejan en el último momento esa maleta con la que han cargado durante cientos de kilómetros para saltar la valla. Y en ese instante lo valioso se convierte en puro deshecho.

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Durante varios días el puesto fronterizo libio ha estado abandonado. Los militares se replegaron el fin de semana pasado hasta el pueblo de Abu Kamesh, a unos 10 kilómetros hacia Trípoli. Pero Gadafi ha vuelto a tomar la frontera.

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Los seguidores de Gadafi hacen ondear la bandera verde de la Gran Jamahiriya y cantan ante el éxodo de extranjeros. Lo hacen porque saben que los medios de comunicación de medio mundo estamos aquí. Nos dicen que en Libia todo es normal, que el pueblo está con el líder. Pero a poco más de cien kilómetros, en Zawiya, la temida Brigada 32 comandada por Khamis, uno de los hijos de Gadafi, aplasta a las fuerzas rebeldes.

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Triple revolución

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Informando en directo sobre la situación en Libia desde la frontera tunecina rodeado de egipcios. Tres revoluciones concentradas en una sola imagen. Túnez, Egipto y Libia. Tres revoluciones con un mismo argumento, aunque con un final diferente. Y el de Libia está aún por escribir.

La bandera egipcia ondea entre los refugiados confinados en Ras Ajdir. Ellos no pudieron estar en la plaza Tahrir de El Cairo porque estaban trabajando en Libia, pero ahora cantan consignas contra los dictadores y a favor de la libertad. Gritan “viva Túnez” y “viva la revolución”, como si Ben Alí y Mubarak siguieran en el poder. Pero huyen de Gadafi, y su revolución se ha convertido en cuestión de supervivencia. Quieren volver a Egipto, un país diferente al que dejaron cuando decidieron emigrar. La causa de los libios se ha convertido en la suya, y todos desean el fin de Gadafi. Pero ese final sin escribir, el de la dictadura en Libia, podría ser inesperado.

Ben Alí huyó a Arabia Saudí y Mubarak se recluyó en Sharm el Sheik. Túnez se ha librado ya del último resquicio de la dictadura con la dimisión del primer ministro Mohamed Ganuchi, y Egipto vive bajo un gobierno militar, presuntamente de transición. Todos se preguntan ahora cómo terminará la revuelta contra Gadafi. Y todos coinciden en que el líder de la Gran Jamahiriya es diferente. “Él no huirá como un cobarde, como huyeron sus amigos Ben Alí y Mubarak”, nos dice un egipcio que lleva más de diez años en Libia. “Gadafi morirá en Trípoli”. Pero ellos no estarán allá para verlo.

Un éxodo muy particular

El éxodo de refugiados extranjeros no cesa en Ras Ajdir (foto: Mikel Reparaz).

El éxodo de refugiados extranjeros no cesa en Ras Ajdir (foto: Mikel Reparaz).

Dicen que cada día pasan 10.000 refugiados por el puesto fronterizo de Ras Ajdir. Y apenas vemos libios entre ellos. Prácticamente todos son hombres, extranjeros y trabajadores inmigrantes. No hay mujeres ni niños. Las instalaciones improvisadas por las autoridades tunecinas no cubren ni una mínima parte de las necesidades de esta gente que huye de la guerra y la violencia de Libia. Quieren volver a sus casas, y lo cierto es que algunos ya han salido en barcos y en aviones fletados por sus gobiernos. Todo depende del color de tu pasaporte y de tu profesión.

Refugiados egipcios en el lado tunecino de la frontera (foto: M. Reparaz).

Refugiados egipcios en el lado tunecino de la frontera (foto: M. Reparaz).

La gran mayoría son egipcios. Dicen que hay más de un millón de inmigrantes de ese país en Libia. Vienen con lo puesto, con mantas y las pocas pertenencias que los soldados libios les han dejado traer control tras control. Son los que van a parar a descampados y con mucha suerte a naves industriales atestadas de gente como ellos. “Sólo queremos ir a casa, hemos pasado momentos muy duros en Libia y pedimos a nuestro gobierno que nos ayude”, dice Jamal, un joven de El Cairo que trabaja en la construcción.

La cosa es bien distinta cuando se trata de trabajadores de grandes multinacionales italianas, surcoreanas o francesas que explotan la riqueza petrolífera de Libia. Son de todas las nacionalidades imaginables. Desde vietnamitas hasta samoanos, tailandeses y muchos, muchos chinos. Algunos de ellos salen vistiendo aún los buzos de trabajo, sin ninguna pertenencia, y muy ordenadamente esperan a los autobuses que sus compañías han fletado. “Nuestra compañía es italiana y ellos se encargarán de mandarnos para casa”, nos dice un capataz tailandés que lleva tres años en los pozos del desierto libio.

Todos ellos llegan a pie. No hay atascos monumentales ni miles de vehículos esperando cruzar. El puesto fronterizo libio está abandonado, y los refugiados nos cuentan que a unos diez kilómetros, en la localidad de Abu Kamesh, las fuerzas de Gaddafi han instalado una “frontera alternativa”. Un puesto de control donde les despojan de teléfonos móviles y donde tienen que dejar los vehículos.

Capataces chinos esperan a sus compatriotas que huyen de la guerra en Libia (foto: M. Reparaz).

Capataces chinos esperan a sus compatriotas que huyen de la guerra en Libia (foto: M. Reparaz).

Japón en Brasil

Dicen que para probar el mejor sushi fuera de Japón hay que ir a California o venir a Brasil. Aquí, en los alrededores de la Plaza de la Libertad, en la ciudad de Sao Paulo, los cantantes de bossa y samba que actúan en plena calle parecen fuera de lugar en un barrio por lo demás cien por cien nipón.

Sede de campaña del candidato de centro-derecha Junji Abe en Sao Paulo (foto: Mikel Reparaz).

Sede de campaña del candidato de centro-derecha Junji Abe en Sao Paulo (foto: Mikel Reparaz).

La mayor colonia de inmigrantes japoneses del mundo está aquí en Brasil. Son casi millón y medio, y la mayoría de ellos viven en el estado de Sao Paulo. Los hay ya de cuarta generación, porque los primeros campesinos emigrantes llegaron a trabajar en las plantaciones de café brasileñas en el buque Kasato Maru al puerto de Santos en 1908. En 2008, el mismísimo príncipe Naruhito se dio un baño de masas en el sambódromo de Sao Paulo, en el primer centenario de la llegada de los primeros japoneses a Brasil.

Y en estas elecciones presidenciales, legislativas y regionales, los nipo-brasileiros se han hecho presentes. Con casi un centenar de candidatos, la presencia de personalidades de la comunidad japonesa en la política federal es importante. Un peso pesado del Partido de los Trabajadores (PT) y hombre de confianza del presidente Luiz Ignacio Lula da Silva es Luiz Gushiken, nipo-brasileiro de segunda generación. Otro conocido brasileño de origen japonés (aunque nacionalizado portugués) es el ex jugador del Barça Deco.

Carteles de los candidatos Ihoshi y Kobayashi (foto: Mikel Reparaz).

Carteles de los candidatos socialdemócratas Ihoshi y Kobayashi (foto: Mikel Reparaz).

La espía rusa, fenómeno de Internet

El fenómeno tiene todos los ingredientes. Y ha funcionado. Anna Chapman, una de las diez personas detenidas por pertenecer presuntamente a una red de espionaje ruso en los EEUU, se ha hecho famosa en apenas 24 horas de arresto. Internet se ha llenado de imágenes y vídeos de esta joven empresaria, acusada de pasar información al gobierno ruso.

Foto en el perfil de Facebook de Anna Chapman.

Foto en el perfil de Facebook de Anna Chapman.

El periódico San Francisco Chronicle anunciaba en su edición digital “todas las glamurosas fotos de Facebook de la espía rusa”, y, por supuesto, a las pocas horas de conocerse la identidad de la detenida ya había una docena de vídeos colgados en You Tube. Su perfil en LinkedIn todavía está abierto, y gracias a él sabemos que domina el ruso y el inglés, y que además se puede defender en alemán y francés.

El personaje ya está creado. Sólo le falta que el juez la deje en libertad para convertirse en uno de esos freaks puestos en órbita por la maquinaria multimedia global. Seguro que algún canal de televisión norteamericano ya está pujando por la entrevista en exclusiva.

Como adelanto, aquí dejamos un testimonio de origen desconocido. Una periodista entrevista a Chapman sobre lo fácil que es hacer contactos en Nueva York. “Aquí es más fácil que en Rusia”, asegura la presunta espía. Tiene gracia.

Obama y Medvédev: se les atragantó la hamburguesa

La ya bautizada como “diplomacia de la hamburguesa” se ha encontrado hoy con la primera zancadilla. La detención de diez presuntos espías rusos en suelo estadounidense podría parecer una maniobra para dinamitar el acercamiento entre Washington y Moscú. De hecho, algunos analistas ven la operación como una advertencia a Obama desde el seno de su propia administración: un “no te fíes de los rusos” para evitar que se acerque más de la cuenta al Kremlin.

Medvédev y Obama comparten una hamburguesa (Reuters).

Medvédev y Obama durante "la cumbre de la hamburguesa" (Reuters).

Rusia dice que las acusaciones de espionaje no se sostienen, que son una vuelta a los temores de la Guerra Fría sin ningún fundamento. El ministro de Exteriores de la Federación Rusa Sergei Lavrov ha utilizado su ironía al asegurar que “el momento ha sido escogido con especial finura”. Se refería, precisamente, a la diplomacia de la hamburguesa.

Pero entonces, ¿qué hacían los presuntos espías post-soviéticos? El sumario dice que conspiraban para ganarse la confianza de personas influyentes en ciudades como Nueva York, Boston o Washington. Para ello utilizaban identidades y papeles falsos y pasaban mensajes encriptados a Moscú. Al parecer, estaban especialmente interesados en temas nucleares, inteligencia antiterrorista y la guerra de Afganistán. Pero ninguna de esa información era material clasificado, asegura Washington. Es información a la que probablemente los diplomáticos europeos tienen acceso directo sin problemas, pero que los rusos sólo pueden obtener utilizando “otros métodos”. Kim Ghattas, corresponsal de la BBC en Washington, habla de lo mucho que cuesta a los diplomáticos chinos y rusos comunicarse con diplomáticos estadounidenses. Éstos no se fían de ellos. Ghattas dice que los diplomáticos de los EEUU cuando visitan Rusia deben dejar su Blackberry apagada en el avión para evitar a los espías.

Qué está pasando en Kirguizistán

Kirguizistán es una pequeña república centroasiática en los suburbios del avispero afgano. Por eso, y por el desconocimiento occidental de una parte del planeta demasiado tiempo oculta bajo el telón de acero, es fácil para los medios recurrir a las tensiones interétnicas para explicar la oleada de violencia y la consecuente catástrofe humanitaria. Ya se sabe, kirguises y uzbekos: en 1924, Lenin desterró a miles de familias uzbekas a Kirguizistán y los pastores nómadas que vivían en yurtas desde tiempos inmemoriales comenzaron una difícil relación con los recién llegados, vistos como mercaderes acaudalados desde los albores de la Ruta de la Seda.

Soldados kirguizes patrullan la ciudad de Osh, junto a la frontera de Uzbekistán (AP Photo/Alexander Zemlianichenko).

Soldados kirguizes patrullan la ciudad de Osh, junto a la frontera de Uzbekistán (AP Photo/Alexander Zemlianichenko).

Sin embargo, la política, la influencia de las grandes potencias, la pobreza y la corrupción son factores fundamentales para entender qué está pasando realmente en Kirguizistán. En 2005 este pequeño país fue escenario de una de esas “revoluciones de colores” a la occidental: la naranja de Ukrania, la de las rosas en Georgia… y la “revolución de los tulipanes” de Kirguizistán. Esos movimientos patrocinados por la UE y los EEUU ayudaron a derrocar a los líderes post-soviéticos que se habían acomodado en estructuras corruptas y autoritarias. Pero Kirguizistán demuestra que lo que vino después no era mucho mejor. La revolución de los tulipanes derrocó al presidente Askar Akayev y dio paso a un gobierno liderado por Kurmanbek Bakiev, que rápidamente se deslizó por el mismo derrotero que su antecesor. Colocó a toda su familia en las estructuras del poder e intentó ampliar sus competencias presidenciales. Además intentó cerrar la base de la OTAN sin éxito. Los EEUU le ofrecieron más dinero a cambio y Bakiev aceptó, lo cual le valió de golpe la desconfianza de Washington y la enemistad de Moscú. Y entonces comenzaron las desapariciones de disidentes, el cierre de periódicos y el fraude electoral denunciado por organismos internacionales.

Y la gota que colmó el vaso: la crisis, la subida de precios y los cortes de luz y gas. En un país como Kirguizistán, entre las montañas y la estepa, que te corten el gas en enero puede significar directamente la muerte. Y es lo que ha ocurrido este invierno. Las revueltas de abril en la capital Bishkek se saldaron con 85 muertos y la huída del presidente Bakiev, actualmente refugiado con su familia en Bielorrusia.

La espantada de Bakiev dejó en su lugar un gobierno provisional liderado por una mujer, Roza Otunbayeva. Pero la desconfianza, el clima de rebelión social y la división del gobierno provisional han llevado a Kirguizistán al caos y a un vacío de poder que alimenta a agitadores y oportunistas.

Las matanzas de Osh y Jalalabad comenzaron el viernes pasado, dicen, tras una bronca en un casino. Otunbayeva acusa a Bakiev de instigar al odio étnico, y los uzbekos de esas dos localidades aseguran que un miniejército de jóvenes kirguises armados con armas automáticas desataron la locura de violaciones de mujeres, asesinatos, saqueos e incendios de casas. No se sabe con certeza cuántos han muerto, pero sí se sabe que casi todos son uzbekos. Por ello, decenas de miles de refugiados, la mayoría mujeres y niños, han cruzado ya la frontera de Uzbekistán.