El Tocho. Alejandro Dumas y Augusto Macquet, los reyes del folletín

El 24 de Febrero de 1815 el vigía de Notre Dame de la Garde anunció la llegada del buque de tres palos el “Faraón”, procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como de costumbre, un práctico salió inmediatamente del puerto, pasó rozando el castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo cuando dicho buque, como el Faraón, había sido construido, aparejado y estibado en los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

LIBRO.El conde de MontecristoAsí comienza El conde de Montecristo, el más acabado ejemplo de literatura folletinesca que nos ha legado el siglo XIX. De hecho, casi todas las grandes creaciones literarias de ese siglo se publicaron en forma de folletín, es decir por entregas en diarios de la época, como el parisino “Journal des Debats”, donde entre 1844 y 1846 fue apareciendo este apasionante relato. Alejandro Dumas se basó en una historia real que encontró entre las Memorias sacadas de los archivos de la policía de París” escritas por un tal Jacques Peuchet.

Dada su gran difusión, muchos de ustedes sabrán que esta es la historia de una venganza, planificada de forma obsesiva, al mínimo detalle, por un personaje proteico y misterioso, que se cree brazo ejecutor de la justicia divina. Ahí radica el tema central de la obra: el mal ha de tener su castigo, aunque sea al desproporcionado precio de multiplicarlo dejando un reguero de víctimas, como ocurre en este grandioso novelón, tanto en proporciones como en peripecias. Entre éstas últimas hay alguna demasiado folletinesca en el peor sentido del término: me refiero a capítulos como el 44 y el 45, donde las casualidades resultan en extremo forzadas y las truculencias excesivas. Pero hecha esta salvedad, la narración en su conjunto ejerce una fascinación innegable. Episodios tan logrados como el de la fuga de la fortaleza de If, o el hallazgo del tesoro del abate Faría, con sus ecos de las Mil y Una Noches, son de los que perviven para siempre en la imaginación del lector. La agilidad expositiva, la variedad de personajes y ambientes y la intriga mantenida por manos maestras, hacen de ésta una novela verdaderamente adictiva.

He dicho “manos”, en plural, porque en realidad esta obra es el producto de la cooperación entre Dumas y Augusto Macquet, el más brillante de sus colaboradores,  junto al que escribió sus títulos más célebres. Los especialistas atribuyen a Dumas la parte central de la novela, la que transcurre en Roma y también, por supuesto, los diálogos. Dumas, que había triunfado antes en el teatro, se luce como un maravilloso dialoguista (en ocasiones pone a conversar hasta 6 personajes al mismo tiempo, haciendo identificables a cada uno de ellos, incluso sin necesidad de nombrarlos). Augusto Macquet, por su parte, además de aportar el plan general, realiza la descripción cuidadosa de escenarios y contextos en la primera y tercera partes del libro, ambientadas en Marsella y París respectivamente.

Tras el éxito de El conde de Montecristo, las cosas acabaron muy mal entre ellos. Hubo denuncias, juicios, intentos por establecer la coautoría, que nunca llegó a serle reconocida a Macquet. Y como suele ser habitual, el consiguiente escándalo aumentó todavía más la popularidad de la obra, de la que hasta la fecha se han realizado 27 adaptaciones cinematográficas, por no hablar de las televisivas o teatrales.

Sin duda, esta es una lectura recomendable a todas las edades, yo la emprendí en la madurez  y disfruté tanto como en mi adolescencia. Así que no hay excusa. Atrévanse a leer este gran clásico: les cautivará.

Javier Aspiazu

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *