“En 1815, era obispo de D. el ilustrÃsimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquà los rumores y las habladurÃas que habÃan circulado acerca de su persona cuando llegó por primera vez a su diócesis.
Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decÃa que su padre, pensando que heredara su puesto, lo habÃa casado muy joven. Se decÃa que Carlos Myriel, no obstante este matrimonio, habÃa dado mucho que hablar.â€
Asà comienza Los miserables, de Victor Hugo. Novela que se publicó por entregas entre 1860 y 1862 y supuso el encumbramiento definitivo del autor, el más admirado y leÃdo de su paÃs junto a Alejandro Dumas, y el primero de la generación romántica francesa en ser elegido académico.
Los miserables estaba ya prácticamente redactada doce años antes, en una versión más reducida, pero no dejó de crecer a medida que las inclinaciones polÃticas de Hugo pasaban de la monarquÃa constitucional a la república socializante. Una evolución marcada por su crÃtica a la feroz represión de la revolución de 1848 y al posterior golpe de estado de Luis Napoleón Bonaparte, que supondrÃa para el autor la marcha al exilio. Cuando éste residÃa aún en la localidad inglesa de Guernesey comenzó a aparecer, por fin, la versión que hoy conocemos de la novela: un verdadero océano narrativo de más 1200 páginas en las que Hugo da rienda suelta, a través de la trama y los personajes, a todas sus inclinaciones éticas, polÃticas y sociales.
Ese es, quizá, el principal obstáculo a salvar por el lector actual de Los miserables: la presencia excesiva del narrador. Como muy bien señala Vargas Llosa en su ensayo La tentación de lo imposible: “Incluso más que el prófugo Jean Valjean, este narrador que se inmiscuye constantemente en el transcurso de la trama es el verdadero protagonista de la historiaâ€. A través de multitud de digresiones expresa su solemne opinión sobre todos los temas que le interesan: Waterloo y Napoleón, la imprenta y las catedrales, los pilluelos y las cloacas de ParÃs y tantos otros que se intercalan en un argumento, aún asÃ, subyugante. Y es que la historia del personaje principal, ese evadido de prisión, Jean Valjean, que intenta redimirse adoptando a la huérfana Cossette, aúna lo mejor del folletÃn romántico con la crÃtica social a una época, la de la restauración monárquica tras las guerras napoleónicas, que dejó en la miseria a buena parte de la población francesa.
De modo que, si se acostumbran a un narrador tan convencido de su omnisciencia, tendrán sobrados motivos para disfrutar y apasionarse con Los miserables. Asistirán, por ejemplo, a la mejor descripción de las luchas en las barricadas parisinas de Junio de 1832, inolvidables por su vÃvido dramatismo, o a la persecución más encarnizada de la historia de la literatura, la del inspector Javert al prófugo Jean Valjean. Persecución que se prolonga dieciocho años, los mismos que abarca la trama, y cuyo final no les voy a desvelar. Si ustedes lo descubren será porque han sido atrapados en la vorágine de Los miserables, una obra maestra cuya lectura transmite valores fundamentales. Y sigue, todavÃa hoy, dando lugar a adaptaciones cinematográficas o musicales. Por algo será…
Javier Aspiazu