François Sureau, entre la confesión y la ficción

Este pequeño relato de menos de cincuenta páginas ha conmocionado a Francia y creo que emocionará a todos los lectores que se acerquen a él. Está escrito por un jurista que a principios de los ochenta, cuando tenía menos de treinta años, trabajaba en París en la sala de apelaciones a la que se dirigían aquellas personas a las que no se había concedido el Estatuto de Refugiado, después de haberlo solicitado. Sureau era el encargado de realizar los informes en los que basaban sus sentencias magistrados de gran prestigio jurídico.

En un momento determinado llegó a sus manos una petición de renovación de la carta de refugiado de un antiguo militante de ETA, Javier Ibarrategui, que hacía tiempo había abandonado la organización, justo después del atentado contra Carrero Blanco, y que había condenado la violencia. En esos tiempos, en Euskal Herria, sobre todo en Iparralde, campaba el GAL a sus anchas con la aquiescencia de una parte del gobierno socialista de Felipe González y el “laissez faire” de muchos policías franceses. LIBRO El camino de los difuntosLos jueces franceses habían comenzado a aplicar la nueva doctrina aceptada por el gobierno de Miterrand: “España era ya una democracia y por tanto no podía haber refugiados, es decir, no podían existir oficialmente perseguidos políticos españoles”. Todo parecía claro para el joven jurista, a pesar de las reticencias del ex miembro de ETA que aducía podía ser asesinado por sus antiguos compañeros ó por el GAL.

François Sureau publicó este libro hace dos años. Una reflexión sobre lo que sucedió y que no se había atrevido a contar antes a nadie, según sus palabras. Por primera vez el hombre de leyes ponía negro sobre blanco la razón que le hizo abandonar el alto tribunal francés, dedicarse a la abogacía y en particular a la defensa de los demandantes de asilo. El libro es una reflexión sincera y dolorosa sobre el sentimiento de culpa y sobre la necesidad de asumir la penitencia que nos lleve a la redención.

¿Reflexión sincera? No del todo. Porque el propio escritor ha reconocido abiertamente que Ibarrategui no existió y que tras ese personaje se encuentran varias personas diferentes. ¿Invalida esto el relato? Desde mi punto de vista no, pero está claro que el lector, sabiendo el dato, debe asumir que lo que lee no es una confesión, ó no es una confesión tan solo, que estamos ante una novela con rasgos autobiográficos que le sirve a Sureau para denunciar la forma en que nos enfrentábamos y nos enfrentamos a la obligación de proteger al perseguido por motivos políticos. ¿Es el etarra arrepentido del relato un ser perseguido? Algunos dirán que no, pero yo afirmo que sí, porque independientemente de los hechos cometidos en el pasado, el protagonista principal de este relato era un hombre que temía por su vida por motivos políticos y al que se exponía al asesinato si se decretaba su deportación.

En todo caso El camino de los difuntos, sea novela ó autobiografía camuflada, es un libro soberbio en el que se pueden leer cosas como ésta: “Varias personas a las que quería han muerto y su apariencia, pese a todos mis esfuerzos, se ha borrado de mi memoria. Javier Ibarrategui permanece en ella, como envuelto en nieves perpetuas. La culpa tiene poderes de los que el amor carece”. Impresionante.

Tengo unas ganas locas de leer Iñigo, la breve semblanza que Sureau escribió sobre Iñigo de Loyola, el padre de los jesuitas, y que publicó hace tres años en castellano la editorial Sal Terrae.

Enrique Martín

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