El francés Pierre Michon (Cards, 1945) es para muchos uno de los grandes escritores europeos actuales. Desde que apareció en 1984 Vidas minúsculas no ha dejado de publicar pequeñas, por el tamaño, obras maestras como Rimbaud el hijo, Señores y sirvientes, Cuerpos del rey y Los Once. Son novelas, algunas de ellas de no ficción, cargadas de lirismo y emoción, miniaturas de enorme valor literario. En su nueva obra, El origen del mundo (ANAGRAMA), habla del amor y del deseo, de las diferencias entre hombres y mujeres y de los mecanismos que mueven las pasiones.

La acción se articula en torno a un joven profesor que a comienzos de los años sesenta del pasado siglo se traslada a una pequeña ciudad del interior de la Dordoña, una comarca marcada todavía por viejos arcanos, secretos y violentos. Es su primer trabajo. Mientras educa a los niños del lugar, cerca de las pinturas rupestres de Lascaux, se relacionará con su posadera, emblema de la madre universal, y sobre todo con una joven belleza local, la estanquera, que desata todos sus instintos.

Michon construye una fábula, con algunos misterios, en la que late una pulsión salvaje. En ella se mezclan el mito, el sexo, los ancestros y los fantasmas de aquellos seres que cazaban renos y pintaban sus figuras en unas cuevas oscuras a la luz de unas antorchas. Y nos regala algunas imágenes poderosas: la de la Bella que pasea por el bosque con tacones y un gabán; la de los niños que portean el cadáver de un zorro; la de la cueva inmensa, como la cúpula de una catedral en la que no hay nada, absolutamente nada; la de la Bestia, el labrador astuto, que corteja a la Bella; la del maestro que desprecia al niño para provocar la respuesta de la Madre deseada.

Una reflexión profunda, dura, lírica y hermosa, sobre las pasiones, sobre el sexo que, como explicó Gustave Courbet en su famoso cuadro, es el origen del mundo.

Enrique Martín