Erri De Luca, el arte de restituir el nombre de las cosas

Erri De Luca (Nápoles, 1950) es uno de las grandes escritores italianos de hoy. A pesar de que se le ha traducido con asiduidad, no es muy popular entre nosotros. Y es una lástima porque De Luca además de resultar siempre interesante por los temas que aborda es un autor muy entretenido, un autor que además nos toca la fibra sensible y nos hace reflexionar sobre el mundo que nos rodea. Curiosamente no se dedicó a escribir y publicar hasta pasados los cuarenta, tras haber tenido una agitada vida que le llevó a participar en los movimientos estudiantiles del 68 y a militar en un famoso grupo de izquierda radical, Lotta Continua. Sus postulados progresistas le han llevado a predicar con el ejemplo. Ha sido camionero, camarero, mozo de almacén y albañil, y se construyó junto a varios colegas su propia casa. Su firma es habitual en los medios de comunicación italianos donde ha escrito de política y asuntos sociales y también de alpinismo que es una de sus pasiones. Es conocida su adoración por las lenguas, lo que le llevó a aprender de forma autodidacta el hebreo y el yidish, como homenaje a todos aquellos judíos europeos que perdieron la vida durante el Holocausto nazi, un asunto del que ha escrito mucho. Precisamente El crimen del soldado va de la Segunda Guerra Mundial, de las víctimas, dLIBRO.El crimen del soldadoe los criminales y de la culpa no asumida.

La novela tiene un arranque curioso. Un hombre, que se parece mucho al escritor, descansa en un refugio de montaña, mientras traduce del yidish y repone sus fuerzas. Al entrar ha sonreído a una mujer que le miró con dulzura. Su concentración se rompe cuando la mujer comienza a discutir con un hombre mayor que le ha mirado con sorpresa. Los dos salen y se suben a un coche blanco. Tiempo después, cuando el traductor sale del refugio y conduce montaña arriba se encuentra con una caravana que observa el fondo de un pavoroso desfiladero. Allí yace destrozado un coche blanco. Y es entonces, después de este extraño prólogo, cuando comienza la novela, cuando la mujer que miró al traductor cuenta en primera persona su peculiar historia. Tenía una madre y un abuelo. Desconocía a su padre. Hasta que un día la madre abandonó a hija y abuelo, pero antes de marcharse le contó la verdad de la historia: su abuelo es su padre y su nombre no es su verdadero nombre porque el padre reencontrado es en realidad un nazi que huye de la justicia. Curiosamente su madre sabía la historia y a pesar de todo le amó. Curiosamente la hija, que aborrece a los nazis a su depravada ideología, decide quedarse con el padre y no marcharse con la madre. El padre, antes abuelo, trabaja de cartero y no habla para que sus víctimas no puedan identificarle por la voz. No se considera un criminal, solo un hombre que cumplió con su deber y que es perseguido tan solo porque fue derrotado (de ahí el título, El crimen del soldado: “el crimen del soldado es la derrota”). Pero el criminal está obsesionado con su derrota y la achaca al hecho de que los judíos les ganaron al final, porque no entendieron su auténtica esencia que se encontraba en la cábala. Y el criminal, perseguidor de judíos, se vuelve en su vejez un obseso perseguidor de las fuerzas proféticas de la cábala, de su maravillosa y secreta combinación de números y letras. Y así el extraño comienzo con el traductor que observa a la pareja y traduce del yidish cobra todo su sentido y más cuando la joven cree encontrar en el hombre que tiene a su lado a alguien que iluminó su infancia.

Es asombrosa esta novela que en tan solo 110 páginas recrea un mundo y una catarata de emociones. Una novela donde todos son observadores y donde todos son observados. Donde se reivindica el papel de la escritura, porque como dice De Luca “corresponde a los escritores, restituir el nombre de las cosas” en un tiempo en el que las palabras están manchadas de mentiras. Soberbia.

Enrique Martín

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