El periodismo íntimo de Eduardo Laporte

Hay algunos libros que sabes que te van a gustar, incluso antes de empezar a leerlos. Es quizás la intuición del lector viejo o un cierto sexto sentido que tienen algunos lectores desde siempre y que les hace detectar lo bueno que se esconde entre tanta oferta libresca. Esto me ha pasado con La tabla del escritor navarro afincado en Madrid, Eduardo Laporte (Iruña, 1979), al que habíamos leído muchas veces en las magníficas crónicas que firma como periodista cultural en el suplemento Territorios del grupo Vocento o en el diario El País. Pero lo más curioso que me ha sucedido con este libro es que creía que me iba a gustar por unas razones y al final me ha gustado por otras. Lo explico.

El libro recupera la historia de un joven navarro de diecisiete años que en la Semana Santa del año 1990 se vio arrastrado cincuenta kilómetrosLIBRO La tabla mar adentro cuando practicaba windsurf en el Mediterráneo, en una playa de Salou, en Tarragona. Durante casi treinta horas el joven luchó a brazo partido por su supervivencia hasta ser rescatado por un helicóptero del SAR tras pasar una noche dantesca y caer al mar varias veces desde su plancha mínima azotada por las olas y el viento. Cuando leí la reseña del libro y unos comentarios en los que se aseguraba que el autor había reconstruido la epopeya del joven tras hablar con él veinticinco años después, pensé inmediatamente en el famoso relato de Gabriel García Márquez Retrato de un náufrago en el que el Gabo periodista reconstruía una odisea muy parecida.

Y entonces empecé a leer el libro pensando que iba a encontrarme con algo parecido a lo del Premio Nobel colombiano. Y sí, ahí estaba la estupenda reconstrucción en primera persona de la odisea del joven, ahora ya adulto, casado y con hijos, Xabier Pérez Larrea. Una reconstrucción que parecía haber sido extraída de la grabación de una larga conversación del periodista y escritor con el robinsón olvidado. Pero había algo más, algo que precedía y rodeaba a esa narración, porque antes y después de realizar esa transcripción el propio autor había decido contar cómo encontró la historia, cómo se encontraba en el momento de encontrársela, y cómo le afectó ese encuentro. De golpe, en lugar de un protagonista nos encontramos con dos, dos seres humanos unidos por un hilo sutil, el de la encrucijada vital. Porque el escritor está perdido en su vida profesional y personal; y el antiguo náufrago acaba de ser despedido de su trabajo y no sabe cómo canalizar su ira y su desesperación. Como dice Eduardo Laporte se produce “el encuentro de dos náufragos dispuestos a dejar de serlo”.

El libro adquiere una textura diferente, de crónica periodística se transforma en retrato íntimo, del autor y de su interlocutor. Asistimos a un cambio profundo en los dos personajes a través de la catarsis que se produce cuando Xabier decide contar, por primera vez a Eduardo, un desconocido, todo lo que sintió durante su odisea, sobre todo la parte mentalmente más dolorosa, sus miedos y terrores e incluso el momento en el que estuvo a punto de ceder y dejarse morir. Pero pronto adivinaremos que la forma de contar lo sucedido no es algo exclusivo de Xabier, sino que Eduardo ha introducido sus propios miedos y utiliza sus propias metáforas para contar lo que aconteció en el mar.

Un libro breve, tan solo cien páginas, pero que funciona como un electroshock, y que concluye con una autentica epifanía, con el encuentro de los dos protagonistas en un día de Navidad en el que ambos repasan lo acontecido en sus vidas en los últimos meses y comprenden que han encontrado el camino de salida al terrible laberinto. Ha valido la pena sufrir tanto para tener la posibilidad de vivir dignamente. O como dice en un momento Xabier el náufrago: “Todos los días me acuerdo de aquellas treinta horas. No las cambiaría por nada”.

Enrique Martín

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