Ahí están de nuevo, las conversaciones beodas, el ruido de vasos, las risotadas, un rumor nervioso fruto del alcohol barato y un espeso y pestilente humo, en uno de esos antros que sacan el dedo a la Ley del Tabaco. A nadie le importa una mierda que esté a punto de empezar tu recital. Cuando intentas presentar la primera canción el micrófono pita y un perro nervioso comienza a ladrar entre gemidos ansiosos. Desde la barra el encargado te dirige una mirada de apremio. Un gracioso brama con voz rota: “¡Una rumbita!”. Estallan risas cacareantes. Alguien te arroja un trozo de hielo que se estampa contra tu guitarra. Tocas las primeras notas y dos mesas se vacían en segundos con rumores de fastidio. Bien, bien. Ese es el ecosistema perfecto para que crezca el blues.
Roberto Moso