Philippe Lançon o cómo sobrevivir al horror

Este libro del periodista y crítico francés Philippe Lançon te agarra el corazón desde las primeras páginas y no deja de estrujártelo hasta el final. En medio hay mucho dolor (físico y mental), mucho miedo, mucha desesperación, momentos de euforia, momentos de depresión, instantes de cordura, instantes de locura, esperanza en el sur humano, desesperanza por la Humanidad… El libro arranca con una destrucción desoladora y termina con otra en la distancia. El autor quiere creer que somos gente civilizada, pero a veces la realidad lo hace complicado, muy complicado.

Este libro cuenta como Philippe Lançon sobrevivió al terrible atentado contra la revista satírica Charlie Hebdo, de la que era colaborador, el 7 de enero de 2015. Sobrevivió casi sin esperanzas, porque los atacantes islamistas le dispararon varias veces, la última un tiro de gracia que le destrozó la cara, la mandíbula. El atentado acabó con la vida de doce personas y dejó heridas a otras once. Las heridas más graves fueron las de Lançon. El primer capítulo cuenta cómo fue el día anterior al atentado. Un día normal en la vida del autor. Fue al teatro a ver Noche de reyes, para hacer una crítica después. Pensó en Bagdad, antes de los bombardeos, donde fue corresponsal, y en el último libro de Houllebecq, aquel que narraba la llegada a la presidencia de la república francesa de un musulmán moderado. El siguiente capítulo es otro día normal. Lançon ha decidido pasar por la revista Charlie Hebdo y después por la redacción del periódico Liberation, donde también colaboraba. En la revista hay risas. Se celebra la reunión semana. Todos hacen chistes y la mayoría se divierte. Alguno reprocha la acidez de algunas de las gracietas. Pero la cosa no va a más. Y tras terminar la reunión Lançon se queda charlando con algunos de sus compañeros. Y se oyen unos ruidos. Y alguien dice: “Ya están los gamberros de siempre con sus petardos”. Pero Lançon, que ha sido corresponsal de guerra, piensa: “Esos no son petardos, son disparos de un arma automática”. Y cuando se vuelve ve a los dos terroristas disparando y rematando a sus amigos y compañeros.

Y a partir de aquí el viacrucis. Las primeras horas en el hospital, las ensoñaciones; los primeros días, las visitas emocionadas; las primeras operaciones, las anestesias, los despertares; las plegarias, convertidas en el primer artículo del retorno; los políticos que pasan por la sala del hospital; los policías a la puerta que se van turnando; sus padres, su hermano, su novia chilena que vive en Nueva York, su ex mujer cubana; las enfermeras, los médicos y Chloé, la cirujana que le acabará devolviendo un rostro. Y repasar una vida, al cambiarse de casa para ir a otra más protegida (los “animales” pueden querer rematarle): fotografías, cartas, gentes, recuerdos de Cuba y otros países. Y por fin la operación definitiva, el colgajo que haya que construir para recuperar la mandíbula perdida, el labio perdido, la mejilla perdida. Un colgajo realizado con carne y huesos de otra parte del cuerpo. Y en medio Proust, y Kafka, y Mann, y Bach… sin los que hubiera sido imposible continuar viviendo: la cultura como dique contra la ignominia, contra el dolor y a favor de la esperanza.

El colgajo es un libro maravillosamente escrito, de una sinceridad abrumadora, insultantemente abrumadora, desgarrador, en el que su autor se abre en canal, sin ocultar nada, o prácticamente nada, sobre lo que sintió en las diferentes fases de su reconstrucción como ser humano. Decíamos que el libro se abre con un atentado y termina con otro, el de la sala Bataclán de Paris. Una vuelta a empezar. No estamos a salvo, pero debemos seguir viviendo y agarrarnos a todo aquello que nos hace humanos: el amor, la amistad, la risa, la cultura, la discusión civilizada. Y la escritura, seguir escribiendo, seguir contando, transmitiendo verdad o por lo menos “sensación de verdad” y “sentimiento de libertad”. No dejemos que el dolor se transforme en inquina, viene a decir Lançon, porque la inquina destroza los corazones. Una lección de vida, a pesar de todo.

Enrique Martín

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